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Argentina 2020. Política económica: balance y perspectivas

Por Juan C. Sánchez Arnau




Pandemia, cuarentena y políticas macro


Los resultados de la política seguida por el Gobierno nacional para hacer frente a la pandemia han sido peores a los logrados en la mayoría de los países, ya sea por la cantidad de casos por millón de habitantes o por la caída del PBI. Aparte del relato, dirigido a justificar tan pobres resultados, no contamos con mayores elementos para comprender por qué se eligió esta estrategia y no otra o por qué no se la corrigió cuando ya desde el mes de julio comenzaba a observarse su fracaso a medida que se conocían los datos nacionales e internacionales.


Más allá de este juicio de carácter general, corresponde, sin embargo, analizar en detalle algunos de los elementos que lo justifican. No todo ha sido tan negativo, pero también hay otros elementos que oscurecen el balance conocido.


Ante el surgimiento de la pandemia, la estrategia del Gobierno consistió en cerrar las fronteras, limitar los movimientos de las personas a aquellas vinculadas a actividades esenciales. Además, la falta de coordinación de políticas a escala nacional, permitió el surgimiento de barreras a los movimientos de personas y bienes en las fronteras provinciales e incluso de muchos municipios. Esta política mostró, en las etapas iniciales, resultados positivos desde el punto de vista de la difusión de la pandemia. Esto llevó al Gobierno a encerrarse dentro de la lógica de la cuarentena y a no adoptar medidas que permitieran un mayor nivel de actividad económica y evitaran las consecuencias negativas de una parálisis de actividad que terminó siendo una de las más extensas, si no la más extensa, del mundo. Lamentablemente, a medida que pasaba el tiempo aquellos resultados iniciales se fueron diluyendo y las cifras de casos y de fallecidos pasaron a ubicarse entre las peores del mundo. Otro tanto sucedió con la caída del nivel de actividad económica. El impacto de la cuarentena fue catastrófico para muchos sectores y la caída del PBI del orden del 11/12% pocos países la comparten.


Para compensar estas consecuencias el Gobierno adoptó un conjunto de medidas, planes y subsidios dirigidos a aumentar los ingresos de buena parte de la población y a atender las situaciones más graves en las empresas, particularmente las PyMes. Esto exigió un nivel de emisión monetario muy elevado, tal como sucedió en la mayoría de los países. Con la diferencia que, en el caso argentino, el Gobierno no contaba con ninguna capacidad para contraer deuda o financiar parte de sus necesidades financieras con reservas, fiscales o de divisas. Y para evitar las consecuencias inflacionarias de esa emisión tuvo que recurrir a una activa (y por cierto exitosa) política de colocación de bonos y pases que le permitieron absorber buena parte de aquella emisión. De este modo, junto con controles de precios y congelamiento de tarifas, y como producto de la parálisis de la demanda, el Gobierno logró mantener la tasa de inflación por debajo de lo previsible e incluso de los niveles del año previo.


En cambio, no logró evitar una fuerte caída del nivel de producción y del empleo. Bastan para definirla unas pocas cifras. En abril el índice de actividad económica, medido por el INDEC, había descendido un 25,4% respecto del año anterior. El octubre el índice estaba aún un 7,4%. Los sectores más castigados, entre los de mayor aporte al PBI, han sido el de “hoteles y restaurantes” (-54,5) y “transporte y comunicaciones” (-20,3); la “intermediación financiera” fue el único sector que no mostró una caída de dicho índice. En el sector industrial, siempre según las cifras del INDEC, en octubre todavía se registraba un descenso de la actividad del orden del 9,9% respecto del año anterior. Los sectores más afectados fueron “textiles y calzado” (-32,2%) “automotores” (-30,4) y el sector “minerales e industrias metálicas” (-24,6).


Esto se reflejó de manera desigual en el mercado de trabajo. Algunas estimaciones mencionaban una pérdida de 3,7 millones de puestos de trabajo hacia fines del segundo trimestre, con una recuperación en el siguiente, de casi la mitad de los puestos perdidos.

En todo caso, a fines del tercer trimestre, la encuesta del INDEC en los principales centros urbanos del país, midió un desempleo abierto del 11,7% de la población económicamente activa. Esta cifra, sin embargo, se ve agravada por el hecho de que la tasa de empleo (es decir la porción de la población ocupada o que busca empleo) ha descendido a un nivel sin precedentes: el 37,4%, contra el 41,7 % de dos años antes, cuando la desocupación abierta era del 9,4%. Este nivel de desocupación pareciera concentrarse en el sector informal, dado que sobre un total de 7,87 millones de trabajadores registrados en el Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA), solo 251.000 fueron afectados por la falta de aportes, atento que, de las 541.357 empresas registradas, tan solo 17.830 habían suspendido sus aportes. Esto lo explica la vigencia de la doble indemnización en caso de despido, la Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción que estableció el Gobierno nacional y un conjunto adicional de medidas que lograron atenuar el impacto de la caída de la actividad económica sobre las empresas.


Obviamente, esta caída del nivel de actividad, del empleo y la persistencia de la inflación repercutieron sobre los índices de pobreza e indigencia. Manejándonos siempre con los datos del INDEC, debemos señalar que, a mediados del 2020, es decir en plena pandemia, la pobreza (medida como ingreso de la familia por debajo del valor de una determinada canasta de gasto), afectaba al 30,4% de los hogares de los 33 centros urbanos medidos por la Encuesta Permanente de Hogares y al 40,9% de la su población (alrededor de 11,7 millones de personas). Dentro de este conjunto de hogares encuestados, el 10,5% tenían un nivel de ingreso por debajo de la “línea de indigencia”; en ellos se suponía que vivían casi 3 millones de personas. Este incremento de la pobreza (recordemos que había bajado al 25,7% de los habitantes de los hogares encuestados en el segundo semestre de 2017), también repercutió de forma negativa sobre la desigualdad: el índice de Gini subió del 0.434 en 2018 al 0,443 en esta última encuesta, afectando en particular a ciertas capas medias del ingreso, más que al decil de los de menores ingresos.

En medio de este proceso el Gobierno nacional llevó adelante una larga renegociación de la deuda pública en dólares, excluida aquella con los organismos oficiales de crédito (ya renegociada en el marco del Club de París y que se mantuvo en “default”) y con los organismos de crédito multilaterales (Banco Mundial, BID, CAF). El resultado de la negociación fue satisfactorio, dado que fue aceptado por casi la totalidad de los acreedores y permitió al país postergar por varios años el pago de intereses y la amortización del capital. La promesa del Ministro de Economía de que presentaría un plan económico para superar las restantes dificultades económicas que afrontaba el país una vez terminada la renegociación de la deuda, no se concretó. En parte, por la situación surgida de la pandemia y de las consecuencias económicas de la larga cuarentena, y en parte por la indefinición acerca del momento del comienzo de la negociación con el FMI, que pasó a ser el mayor acreedor del país en los años venideros. Este hecho y la posterior venta de bonos renegociados por parte del Tesoro o de otras instituciones públicas para evitar el aumento de las cotizaciones del dólar MEP, volvieron a llevar el riesgo país (es decir la diferencia entre las tasas de interés de los bonos del Tesoro de los Estados Unidos a diez años y los que devengan los bonos nacionales) a niveles semejantes a aquellos que predominaban antes de la renegociación de la deuda. De este modo, una importante operación que tenía, entre otros objetivos, abrir la puerta a la posibilidad de volver al mercado de capitales, quedó limitada a la postergación de los vencimientos.


En este punto debemos incorporar un dato importante: a partir del mes de octubre, cuando se produjo la primera “corrida cambiaria” y el Gobierno llegó a la conclusión de que debía recurrir al FMI para poder hacer frente a los vencimientos futuros de deuda, rectificó la política fiscal y monetaria. Comenzó a controlar más el gasto y a cuidar con mayor celo las pocas reservas del Banco Central. Los resultados fueron positivos: bajó sensiblemente la diferencia entre los tipos de cambio oficial y “paralelos” y pudo retirar crecientes cifras de circulante mediante distintos tipos de colocaciones. Estos resultados, más la reactivación que permitió la eliminación parcial de controles a los movimientos de bienes y personas, mejoraron sensiblemente algunos índices (actividad económica, “brecha cambiaria”) y permitieron mantener la tasa de inflación dentro de los límites previstos, al menos hasta fines de noviembre. Al mismo tiempo, se produjeron “efectos secundarios” de cierta importancia: se agotaron las reservas del Banco Central, aumentó nuevamente la monetización y, finalmente, a partir del pago de la segunda cuota del aguinaldo (SAC), volvió a crecer la presión sobre el mercado de cambios “informal”.


En el camino se inició formalmente la negociación con el FMI, cuando el 7 de diciembre el Gobierno argentino le pidió la apertura de las negociaciones llegar a una Acuerdo de Facilidad Extendida y se presentó el proyecto de presupuesto para el año 2021. El temprano inicio de la negociación con el Fondo era el camino recomendable: cuanto antes se llegase a un acuerdo, más lejos estarían las medidas de “ajuste” derivadas del acuerdo, de la fecha de las elecciones. Más aún, hasta podía esperarse que algunos resultados positivos vinculados a la aplicación de dicho acuerdo pudieran manifestarse tempranamente: mejora de la confianza, alguna reactivación de la inversión, eventual aumento del empleo formal, menos presión sobre el mercado de cambios. Además, la idea de ir por un Acuerdo de Facilidad Extendida, permitiría alcanzar otros objetivos: “calzar” los vencimientos futuros con nuevos desembolsos y postergar más en el tiempo su cancelación de lo que se lograría con un acuerdo “stand by”; poder eventualmente disponer de algunos fondos adicionales para reforzar las reservas (ver al respecto el reciente acuerdo del FMI con Ecuador); y facilitar el acceso a otros fondos multilaterales o a la postergación de algunos de los pagos pendientes con el Club de París. Obviamente, esto tendría como contrapartida la adopción de algunas reformas “estructurales” que deberían permitir que el país vuelva a una senda de reducción del déficit fiscal y de baja de la inflación. Reformas que tienen su “costo político” dado que implican, en la mayoría de los casos, baja del gasto público, reducciones o redistribuciones de ingresos o de subsidios y aumentos de tarifas.


El proyecto de presupuesto para 2021, podemos verlo entonces como una forma adecuada de presentarse ante el Fondo para iniciar la negociación. Los objetivos son razonables (en el sentido de que no están muy lejos de lo que ha sido la “performance” del país bajo las difíciles circunstancias de 2020) pero aparecen como muy optimistas a la hora de definir la tasa de inflación esperada para el año y el valor del dólar oficial a fines del 2021. Mientras el proyecto de presupuesto apunta a una inflación del 29% (contra 37% de 2020), el Relevamiento de Expectativas del BCRA (REM) indica una media cercana al 50% y la última Carta del Estudio Broda nos dice que no se pueden alcanzar los objetivos fiscales del presupuesto sin una inflación de entre el 60 y el 70%. Respecto del tipo de cambio a fines del 2021, el proyecto de presupuesto establece un dólar de $ 102,40, mientras que las operaciones más recientes en el ROFEX lo llevan a $ 118 y la media del REM llega a $ 126,45.


Sin embargo, la mayor objeción al presupuesto la presenta justamente la Carta del Estudio Broda al señalar que en el 2021 no estarán presentes algunos de los factores que permitieron hacer frente a la enorme emisión monetaria que fue necesaria para llevar adelante los paliativos instrumentados por el Gobierno nacional durante el 2020: la remonetización de la economía; el incremento de la cantidad de dinero demandada y la existencia de reservas en divisas. Este último punto, en particular, puede ser crucial. Agotadas las reservas líquidas del BCRA, a fines de 2020 solo quedan como reservas el oro (equivalente a unos USD 3.530 millones), los DEG (de difícil uso como reservas líquidas) y el recurso a los swaps con el Banco Central de China y con el Banco Internacional de Ajustes (Basilea). El oro puede ser vendido o utilizado como colateral para un préstamo, pero se daría la señal de que se han agotado los recursos; y los swaps permiten una disponibilidad de corto plazo, pero al final deben ser cancelados. De modo que hoy en BCRA está utilizando parte de los encajes de los bancos privados con la idea de poder devolverlos tan pronto como comience el ingreso de divisas provenientes de la cosecha y se pueda disponer de un excedente, después de atender el pago de los vencimientos y las importaciones más urgentes del sector privado. Mientras tanto el Banco Central está recuperando algo de reservas (unos 600 millones de dólares), pero mediante una contención forzosa de las importaciones y de muchas transferencias.


El problema mayor es que las perspectivas de un excedente en la cuenta corriente del balance de pagos para el año próximo no son muy positivas. Las cosechas se presentan afectadas por las condiciones climáticas y la falta de insumos importados, aunque contarán con muy buenos precios que quizás compensen las pérdidas de producción. La exportación de manufacturas y productos industriales estará afectada por la evolución de los mercados tradicionales (Brasil en primer lugar) y los resultados del sector combustibles resultan tan inciertos como el futuro de la política en ese sector. Además, tanto las importaciones como el pago de servicios y otras transferencias se verán afectados por las restricciones que están dando lugar a una importante acumulación de operaciones pendientes. Y como no hay mayores expectativas de ingresos autónomos de capital que pudieran compensar un déficit en la cuenta corriente, el acuerdo con el FMI se presentaba como una salida esperanzadora frente a una situación complicada.


Estas esperanzas comenzaron a menguar en las últimas semanas. El déficit primario previsto en el proyecto de presupuesto, equivalente a 4,5 puntos del PBI, se alcanzaba, entre otros factores, con una disminución importante en los subsidios económicos (energía y transportes) que llegarían a unos 850.000 millones de pesos en 2021 a pesar de un aumento tarifario previsto por encima de la tasa de inflación. Respecto de la energía y teniendo en cuenta el gran atraso tarifario, se mencionó la posibilidad de aumentos del orden del 40% sobre las tarifas vigentes. Sin embargo, las necesidades electorales del Frente de Todos parecen haber tirado abajo este objetivo, limitando ese incremento a solo el 9%. Este solo hecho ya pone en duda las posibilidades de alcanzar las metas del déficit primario y, en consecuencia, las referidas al financiamiento de ese déficit. Además, algunas medidas tomadas recientemente por el Gobierno nacional auguran el riesgo de un mayor déficit fiscal, entre ellas, la estatización de autopistas, la unificación de Austral y Aerolíneas Argentinas, el pase a planta de unos 29.000 empleados públicos hasta aquí contratados y un nuevo aporte para financiar el déficit mensual de $ 1.500 millones de las obras sociales sindicales.


De este modo, puede que el acuerdo con el FMI quede para más adelante. Mientras tanto, los representantes argentinos tratan de convencer al personal del Fondo sobre las bondades de la “inclusión bancaria” que aquí se estaría gestando, y la Directora Ejecutiva del Fondo, Kristalina Georgieva, nos dice que “Nuestro compromiso continuará tanto tiempo como sea necesario para que Argentina tenga claridad sobre sus objetivos de mediano plazo”.


Un epílogo poco optimista


No volveremos aquí sobre lo que ya hemos señalado en otros trabajos acerca de las inmensas posibilidades que se abren para la Argentina ante esta nueva etapa del avance tecnológico y de la “globalización restringida”. El fuerte aumento que estamos viendo en los precios internacionales de los principales productos agropecuarios de exportación (carnes, soja, maíz, trigo) y del petróleo son la mejor demostración de ello. Las enormes posibilidades que ofrecen el desarrollo de la producción no convencional de gas y petróleo (“Vaca Muerta” en particular), del litio y de los minerales metalíferos de los que contamos con inmensos yacimientos sin explotar. Los recursos pesqueros del Atlántico Sur hoy afectados por la pesca descontrolada a partir (y dentro) de la milla 201, simplemente porque carecemos de una política pesquera y de los recursos para hacer respetar la ley en aquellas aguas. La capacidad industrial adquirida en algunos sectores eficientes y competitivos y los que se podrían desarrollar si hubiera una política industrial que integrase a miles de pequeñas y medianas empresas hoy paralizadas por el descalabro generado por las políticas macro. Y la enorme capacidad del país para generar grandes emprendimientos en el ámbito de la economía del conocimiento. Todo es posible en este país, pero para ello es necesario cambiar radicalmente las políticas que desde hace setenta años nos han llevado a una decadencia continuada, apenas interrumpida de tanto en tanto cuando se las abandona, para volver a ellas como si estuviéramos gobernados por un Karma inevitable.


Con los datos disponibles a fines de noviembre y unos pocos de las últimas semanas del año, podemos identificar varios de los problemas que han generado las políticas seguidas por el Gobierno nacional para atenuar las consecuencias del “desaguisado” producido por la extensa cuarentena y por una serie de medidas que complicaron aún más la situación económica, generaron incertidumbre y actuaron como desaliento a una inversión en franca caída: el avance sobre la empresa Vincentin, el impuesto a las grandes fortunas, la obligación impuesta a las empresas con deudas en divisas de renegociar una parte sustantiva de esas deudas en términos diferentes a los originalmente acordados, la suspensión de las exportaciones de maíz. Además, para agravar este cuadro, 2021 es un año electoral y ya hemos comenzado a ver las primeras decisiones que afectarán incluso las posibilidades de hacer realidad un presupuesto algunos de cuyos fundamentos han sido puestos en duda aún antes de su aprobación. En estas condiciones podemos diseñar un escenario que puede incluir algunos de los siguientes elementos.


La pandemia no está terminada y por ahora la vacunación, tal como se la lleva adelante en Argentina, tiene más de relato que de contribución a poner un límite a su expansión. No se puede descartar una segunda ola ni tampoco que suceda lo contrario: que entre el “efecto manada” y la progresiva vacunación de una buena parte de la población, el fenómeno se extinga progresivamente. También puede haber una combinación de ambos procesos y que aún debamos convivir con el COVID 19 por otra larga temporada, pero con efectos decrecientes. En cualquier caso, es un factor que sin duda seguirá condicionando el futuro a corto plazo de la vida social y de la marcha de la economía. ¿Cómo se manejará el Gobierno en este contexto? Es probable que continúe como hasta ahora, pero teniendo cada vez más en cuenta la fatiga de la sociedad producto de la larga cuarentena y de las limitaciones para reencontrar condiciones “normales” de vida.


El segundo factor a mencionar es que, a menos que haya un cambio importante en la orientación de las políticas y que el Gobierno nacional deje de lado las consideraciones electorales para prestar mayor atención a las condiciones de funcionamiento de la economía, es muy difícil que se pueda llegar rápidamente a un acuerdo con el FMI. Ambas partes están interesadas en el acuerdo, pero el FMI no podrá dejar de lado las condiciones necesarias para asegurarse la posterior devolución de los fondos que ha puesto a disposición del Gobierno argentino, mucho más si, como producto de una Facilidad Extendida, se agregaran “fondos frescos” a la deuda actual. Y si no hay un acuerdo con el FMI los vencimientos derivados del “stand by” van a resultar un problema en el curso del 2022.


En estos momentos el Gobierno está atacando la principal causa del déficit fiscal: las erogaciones para sostener el sistema previsional. No lo está haciendo de la mejor forma, por cierto, apenas procura que las erogaciones futuras vayan por debajo de la tasa de inflación. Es decir, solucionar parcialmente el problema vía la pérdida de ingresos reales de jubilados y pensionados, independientemente de que hayan sido aportantes o no. Este sería seguramente uno de los problemas para los que el Fondo pediría la adopción de soluciones que contribuyeran a bajar el citado déficit. Pero no es el único, hay otros capítulos del presupuesto que el Fondo también pediría revisar: los subsidios tarifarios; las transferencias a las empresas públicas para atender sus inusitadas pérdidas; las transferencias a las provincias, fuente principal de la creación de empleo público; los subsidios a las obras sociales sindicales y provinciales. Muy difícil sería que, en pleno año electoral, el Gobierno asumiera compromisos en estas materias. Podría llevar la negociación a fines del 2021, después de las elecciones, y en el curso de este año hacer frente a vencimientos y compromisos internacionales con el resto de reservas, algo de excedente de la cuenta corriente y, eventualmente, el recurso al swap con China. En ese caso, si el Gobierno no saliera de las elecciones de octubre muy debilitado o si saliera reforzado políticamente, podría suceder que, con un espíritu muy generosos y pensando solo en postergar la recuperación de sus acreencias, el FMI aceptara que las soluciones a estos problemas se implementen en un extenso período (27 meses como en el caso de Ecuador) que correría a partir de 2022, cuando comienzan los vencimientos de capital del “stand by” anterior. A pesar de ello, queda aún otro problema para considerar: el reciente acuerdo del FMI con Ecuador, incluyó un capítulo sobre “la adopción trascendental de una legislación anticorrupción”….que “protegería las arcas públicas, catalizaría la inversión privada, promovería la creación de empleo e impulsaría el potencial de crecimiento”. ¿Aceptaría el actual Gobierno que se introdujera una legislación semejante en nuestro país?


Las dificultades del sector externo son ya una realidad: el Gobierno acaba de limitar los pagos para importaciones hasta el mes de abril. La ausencia de un acuerdo con el FMI las dificultaría aún más, y pocas son las restantes soluciones disponibles. Para colmo, las expresiones ideológicas de muchos miembros del Gobierno no ayudan a que se puedan encontrar otras soluciones en el ámbito de los organismos internacionales allí donde los “países occidentales” tiene todavía un peso determinante (FMI, BM, BID). De este modo, no sería de descartar que el próximo viaje del Presidente Fernández a China conduzca a un acuerdo que permita resolver temporariamente el problema. Sólo que ese acuerdo puede tener un elevado costo para el país, atento nuestra situación de gran vulnerabilidad externa y el interés de China por asegurarse la provisión a largo plazo de materias primas y productos de consumo para su población.


El siguiente gran problema que enfrenta el Gobierno es el riesgo de un fuerte aumento de la inflación. Los productos de consumo que componen “la canasta familiar” están sujetos a controles; las tarifas de los servicios públicos están congeladas desde hace más de un año; los aumentos de alquileres tienen límites; se están extendiendo las “tarifas sociales” a nuevos servicios (telefonía, Internet); y los sistemas de salud también están sujetos a límites de aumento. De prolongarse esta situación, ya conocemos el desenlace: faltante de productos y baja de la calidad de los servicios. Es una cuestión de tiempo. Mientras tanto, todo aquello que no está sujeto a controles de precio aumenta de precio más rápido: el caso reciente de los aumentos de precio de los insumos de la construcción tan pronto como se reabrió el mercado es un buen ejemplo. Para colmo, el dólar oficial sigue aumentando casi a la par de la inflación y haciendo su aporte al aumento de costos (y luego de precios) para todos los productos con insumos o partes importados o para todos los bienes transables que también están en el mercado interno. En estas condiciones para evitar un fuerte aumento de la inflación será necesario, mantener controles y congelamiento de tarifas y contener la emisión monetaria. Mucho más si afloja la pandemia y la economía vuelve a reactivarse a niveles más cercanos a los del pasado.


El siguiente problema con el que deberá lidiar el Gobierno nacional es el desempleo. Las pérdidas de puestos de trabajo del 2020 van a ser difíciles de recuperar en el futuro cercano, especialmente si los niveles de inversión siguen tan bajos como en la actualidad. Ya vimos las cifras de desempleo abierto. Detrás de este fenómeno hay varios factores. Primero, la señalada destrucción de empleo que generaron la cuarentena y los inadecuados o insuficientes paliativos con que se quiso solucionar el problema. Segundo, la constante pérdida de los salarios reales: 29,7 de aumento contra 47,6 del IPC en 2018; 34,1 contra 53,8 en 2019; y 31,8 contra 36, 6 a septiembre de 2020. Debemos señalar, sin embargo, que la pérdida de salario real de este último año es la menor del trienio considerado. Tercero, la dificultad de crear empleo bajo las condiciones económicas actuales, por la caída de la demanda, la pérdida de ingresos y la bajísima tasa de inversión que exhibe la economía argentina.


La ecuación: elevada inflación y poco empleo, se resuelve inevitablemente en aumento de la pobreza y la indigencia. Como ya vimos, utilizando la metodología del INDEC, hoy tenemos niveles cercanos al 45% de la población de los grandes centros urbanos, con ingresos por debajo de los que determinan la línea de pobreza. Ni aún durante la crisis del 2001/2002 se llegó a niveles tan altos de pobreza. Al mismo tiempo, debe señalarse el bajo nivel de conflictividad social en comparación con el elevado nivel de pobreza, incluso después de que se haya discontinuado el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Esto puede explicarse por varios factores. El primero de ellos es la panoplia de planes y otros sistemas de subsidio que alcanzan a diferentes sectores de la población afectada. Es muy probable que la experiencia haya permitido un mejor fraccionamiento de esos subsidios y llegar con mayor eficiencia a aquellos sectores o grupos que más lo requieren (y a sus dirigentes y portavoces). El segundo, es la anomia social que han causado el miedo al virus y la prolongada cuarentena. El tercero, es que gran parte de la población argentina (quizás la mitad) depende hoy de la ayuda estatal o del apoyo que pueda conseguir en el ámbito municipal o barrial. Su situación puede ser muy grave, por cierto, tal como indican las cifras disponibles, pero esa misma situación y la comentada dependencia, seguramente aplaca cualquier capacidad de protesta. Continuar evitando el aumento de la conflictividad y además lograr apoyo electoral, seguramente exigirá grandes desembolsos de fondos en el curso del año. Posiblemente mucho más de lo que está previsto en el proyecto de presupuesto nacional.


En definitiva, estamos ante una situación muy delicada, con el Gobierno nacional acosado en varios frentes: pocas reservas; riesgos de elevada inflación con atrasos en las tarifas y precios congeladas por mucho tiempo; bajo nivel de creación de empleo con muy bajo nivel de inversión y achicamiento del mercado interno; muy elevado nivel de pobreza con riesgos de conflictividad social si la situación se continúa deteriorando; diversos riesgos de aumento del déficit fiscal primario y dificultades para aumentar la emisión monetaria necesaria para financiarla y menor capacidad para seguir esterilizando una parte importante de la misma; pobres perspectivas para la próxima cosecha, aunque quizás sean compensadas por un fuerte aumento de los precios internacionales. Y conviviendo con tantos riesgos, el hábito de condicionar las decisiones de política económica a principios ideológicos invariablemente disfuncionales con los objetivos que deberían perseguirse para solucionar los problemas; la tendencia a confundir el relato con la realidad y a dar prioridad a objetivos derivados de ese relato. Y por encima de todo, las necesidades electorales de este año, que se multiplican como producto de la complejidad de la coalición gobernante y de las divergencias de objetivos entre aquellos que la integran. En fin, un panorama que puede terminar en dos escenarios básicos: una crisis económica con consecuencias sociales y electorales difíciles de prever, o seguir avanzando por el actual sendero de progresivo deterioro económico, social e institucional sin mayores sobresaltos.


Buenos Aires, 31 de diciembre de 2020.

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