Juan Carlos Sánchez Arnau
Argentina y la reestructuración del sistema económico internacional
Por Juan C. Sánchez Arnau*
Diplomático y Economista

La estructura del sistema económico internacional (financiero y comercial) responde a dos factores principales: la matriz predominante de producción, comercialización y transporte, cuya raíz es ante todo tecnológica, y el peso de los actores internacionales (gobiernos, empresas y actores del “mundo civil”) que intervienen en su conformación.
La primera etapa de la “globalización” moderna
La implosión de la Unión Soviética coincidió con una etapa de desarrollo tecnológico caracterizada por el surgimiento de la digitalización, la construcción de las grandes redes de comunicaciones, una primera etapa de la robotización en la producción manufacturera y la generalización de nuevos servicios impulsados por la computación y la digitalización. Este sistema tecnológico y la matriz productiva que originó, requería de grandes niveles de inversión, mercados globalizados para permitir escalas de producción muy elevadas que facilitaran la amortización de aquella inversión y sistemas de transporte de gran escala y velocidad. Fue una etapa que vio la aparición de nuevas cuasi-commodities como los chips y los transistores, los circuitos integrados y el veloz desarrollo del software. Como parte de estos avances tecnológicos, la capacidad de una computadora se duplicaba cada 18 meses y el costo de un “bike” se reducía a la misma velocidad que el peso y tamaño de los procesadores. Así se generalizó el uso de la computadora y el del contenedor y de los buques portacontenedores para poder transportar el inmenso volumen del comercio que generó este proceso. Su tamaño aumentó al ritmo que lo permitía la construcción de nuevas facilidades portuarias.
En lo político, esta transformación coincidió con la etapa del máximo poder estratégico y político de los Estados Unidos y la emergencia de China, que supo aceptar rápidamente el desafío de transformar su economía de mano de obra intensiva a capital y tecnología intensiva y se largó a un inmenso proceso de urbanización y lucha contra la pobreza. Su crecimiento contribuyó también al del resto del Sudeste Asiático (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong -ahora “independiente”- Singapur, Malasia) y de Japón.
En lo jurídico, esta etapa requería de tres condiciones esenciales: libertad de comercio a nivel global, respeto de las patentes de los nuevos desarrollos tecnológicos, libertad de los mares y cielos para fomento del transporte y eliminación de las barreras a los movimientos de capitales y otras operaciones financieras. De allí surgieron los Acuerdos de Marrakesh incluyendo la creación de la OMC, la consolidación de los sistemas de defensa de la propiedad intelectual a través de la OMPI, la liberalización total del comercio de productos electrónicos y la multiplicación de los acuerdos regionales y bilaterales de liberalización del comercio y de promoción y garantías a las inversiones. El sistema monetario internacional heredado de Bretton Woods y de los acuerdos posteriores (creación de los DEG y eliminación de los tipos de cambio fijos) y que culminó con la declaración de inconvertibilidad del dólar sirvió, desde lo monetario, como columna vertebral a la consolidación de una etapa de crecimiento sin precedentes de la economía mundial y a un proceso de aparición de nuevos centros financieros más allá de New York, Londres y Frankfurt (Hong Kong, Shangai, Dubai, Mombai).
Argentina, embarcada en un inédito proceso de estabilidad monetaria y de apertura y privatización de su economía, participó activamente de esa etapa de conformación de un nuevo sistema internacional, negociando en Ginebra la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y firmando numerosos acuerdos bilaterales de promoción y garantía de inversiones. En lo regional, apoyando la construcción del Mercosur.
La globalización y su descontento
Esta etapa termina con la crisis financiera de 2009/2010, donde coinciden varios factores. Llega a su fin una etapa de desarrollo tecnológico: las grandes redes de Internet y telefonía ya están construidas, los precios de los productos vinculados a las tecnologías digitales han alcanzado niveles muy bajos y permitido una generalización de su uso a nivel global. La industria manufacturera gana en productividad y en eficiencia financiera con la introducción de sistemas como el “just-in-time” y “just-in-case” y los sistemas de distribución abren la era del comercio digital. En ese proceso China y sus vecinos se consolidan como los grandes exportadores de las cuasi-commodities tecnológicas y de todo aquello que sean equipos de computación y comunicaciones; desplazan a Estados Unidos y compiten con Silicon Valley, al que le surgen émulos en Finlandia, Japón o Irlanda. Al mismo tiempo, los elevados costos de la mano de obra en los países de temprana industrialización provocan la expatriación (“deslocalización”) de la producción de bienes mano de obra intensivos hacia países de bajos costos laborales, centralizando la producción o el ensamblaje de los bienes finales en las cercanías de los grandes centros de consumo. Así surgen desde Bangladesh, Vietnam o Thailandia en Oriente hasta Turquía, Rumania y Portugal en Europa o se llega al límite de la expansión con la maquila en México.
Sin embargo, la globalización genera consecuencias y reacciones diversas. Por una parte, permite un gran crecimiento de la economía china y de muchos otros países que se suman al proceso. En esos países la baja del nivel de pobreza es paralelo al del aumento de los salarios y el nivel de ingresos, pero también se acelera la urbanización y surgen serios problemas ambientales. En otros países que quedan al margen de este proceso o que sufren las consecuencias de la deslocalización de la producción manufacturera o incluso de ciertos servicios, crece el descontento. Al mismo tiempo, gracias a la economía digital, cambia completamente el ranking de las mayores empresas del mundo: se genera un crecimiento sin precedentes de aquellas que basan su expansión en la generación de nuevos servicios y en el proceso de globalización. Surgen entonces nuevos reclamos. En buena parte del mundo islámico porque asocian el crecimiento de esos bienes y servicios y de las pautas de conducta que generan, a la destrucción de sus normas religiosas y a la puesta en duda de las pautas de conducta ancestrales. Y en muchos países industrializados afectados por la deslocalización y la pérdida de empleo, pero fuertemente asociados al consumo de los nuevos bienes y servicios, surgen nuevas formas de descontento y especialmente un reclamo de mayor igualdad interna e internacional. Sus principales promotores escriben incluso voluminosos tratados sin comprender que esta nueva desigualdad procede esencialmente de la creación de nueva riqueza (generada en todo caso por los consumidores de aquellos bienes y servicios) y no de la apropiación de la “plusvalía” como era vista por los mecanismos de interpretación de la historia económica provenientes del pensamiento marxista, o por la multiplicación de las riquezas heredadas. Los gobiernos, en cambio, hacen frente a otro aspecto de este problema: la tasación de las operaciones digitales transnacionales.
Este proceso también genera un gran deterioro en la balanza comercial de los Estados Unidos, que una vez más tratará de solucionar el problema por la vía de la apreciación de la moneda de sus competidores (especialmente el yuan o rembimbi chino) como dos décadas antes había pasado con el yen o incluso con el marco. Al mismo tiempo, el excesivo desarrollo de los productos financieros derivados en un marco de gran liquidez y fuerte demanda de viviendas en los Estados Unidos, provocan la crisis financiera. De ella consiguen salir rápidamente los países afectados (con excepción de algunos europeos como Islandia, Irlanda, Portugal, España y especialmente Grecia) a través de un gran aumento de la liquidez, la baja de la tasa de interés y el endeudamiento a niveles sin precedentes.
Cuando vuelve la normalidad, el mundo ha cambiado. Entre el Fondo Monetario Internacional y el Banco Europeo, han mantenido en pie el sistema monetario internacional y el Banco Internacional de Ajustes (Basilea) ha establecido nuevas y severas normas para garantizar la solidez de los balances de los bancos que sobrevivieron a la crisis gracias a severas normas “prudenciales”. Pero la creciente competitividad de China y el impacto sobre la producción manufacturera y el nivel de ocupación en los Estados Unidos a causa de la descentralización de los medios de producción, más su creciente robotización, facilitan la llegada de Trump y de políticas comerciales que afectan el normal funcionamiento de los acuerdos de Marrakesh. La OMC entra en crisis. Y aquí juegan dos factores. Por un lado, el nuevo proteccionismo de los Estados Unidos y por otro, las contradicciones que genera la presencia de China en un organismo concebido como un sistema de normas para regular el comercio entre privados que persiguen intereses comerciales y el éxito de un país en el que confluyen intereses públicos y privados en el manejo de la economía en mayor medida que lo imaginado por las normas de la OMC. Al mismo tiempo, como consecuencia de la nueva política comercial de los Estados Unidos se caen o se paralizan los grandes acuerdos regionales del pasado (comenzando por el NAFTA y siguiendo por los diversos acuerdos del Pacífico) y la propia Unión Europea enfrenta severos cuestionamientos que aún a esta fecha no han terminado y cuya mayor manifestación es el Brexit.
Más importante aún, China desafía el poder estratégico de los Estados Unidos y Rusia vuelve a la escena internacional como un actor disruptivo. El radicalismo islámico sacude al mundo con el intento del Califato, la reaparición del terrorismo en suelo europeo y los esfuerzos de Irán por convertirse en potencia atómica (como todos sus vecinos).
En este contexto el narcotráfico y el blanqueo de capitales generan serios problemas en el plano policial (y político en numerosos países) pero también en cuanto a la “intoxicación” de los sistemas bancarios y financieros. Ante el fracaso de las Naciones Unidas en este terreno, la OCDE consigue acordar un conjunto de normas que, restringiendo las operaciones bancarias y financieras, tratan de evitar en gran medida aquel riesgo.
China, por su parte, modifica la dirección de sus políticas. Xi Ping consigue afirmar su control político del país, centraliza mucho más el manejo de la economía y trata de poner límites a la expansión de las grandes empresas privadas, chinas y extranjeras, surgidas en la etapa previa de apertura de la economía. Pone más énfasis en la lucha contra la pobreza rural (el último vestigio de la gran pobreza de antaño), plantea un programa credible de lucha contra el deterioro del medio ambiente, propone alcanzar en plazos ciertos un elevado grado de autonomía científico y tecnológico y lanza un gran programa internacional (la “Iniciativa de la Franja y la Ruta” “belt and road”) con dos objetivos precisos: asegurarse la provisión de materia prima y de puntos de distribución para la producción manufacturera china. El resultado es el control o la creación de una inmensa red de puertos en todo el mundo y el desarrollo de una importante flota marítima.
Esta etapa está signada por éxitos y fracasos para Argentina. El cambio drástico de orientación de la política exterior y la llamada diplomacia presidencial, permitieron presentar a una funcionaria argentina como candidata a Secretario General de las Naciones Unidas, llevar a Buenos Aires una Reunión Ministerial de la OMC (en ambos casos sin objetivos muy precisos para el país) y, más importante, realizar también allí un Summit del G.20. Su excelente organización levantó mucho la imagen del país entre los Jefes de Estado y de Gobierno participantes y, sin ninguna duda, facilitó establecer vínculos que, de haber perdurado las mismas políticas y actores, habrían permitido a la Argentina recuperar parte del terreno perdido durante el decenio anterior. Nada de esto alcanzó en cambio para que Argentina lograra ingresar a la OCDE. En cambio facilitó que el país lograse acordar con el Fondo Monetario Internacional el “stand-by” de mayor monto hasta entonces otorgado por ese organismo.
La pandemia y una nueva crisis del sistema internacional
En medio de este proceso, llega el COVID 19, sale Trump, y la mayoría de los gobiernos optan, en mayor o menor medida, por una paralización de actividades hasta que llegan al mercado las primeras vacunas. Esto genera varios efectos que repercuten de manera diversa según los países: menor actividad productiva, caída de la demanda, ahorro forzoso por falta de oportunidades de consumo. Todos los gobiernos tratan de paliar esos efectos a través de diversos mecanismos de promoción de la actividad y salvaguarda de los ingresos, en todos los caos mediante fuerte emisión monetaria que conduce a un mayor endeudamiento que, gracias a la sólida posición de los bancos y a la respuesta que encuentran en la colocación de bonos, consiguen mantener tasas de interés muy bajas y evitar o contener dentro de límites aceptables la inflación. La otra gran consecuencia de la epidemia es que acelera la introducción al mercado de tecnologías, especialmente en materia de comunicación, cuya expansión no estaba prevista tan rápidamente.
De este modo nos encontramos ahora con la siguiente situación. En el plano estratégico la Administración Biden parece centrar mayor atención a la confrontación con China. Esto explica el tan criticado abandono de Afganistán que si bien había sido decidido por Trump, diera la impresión de que Biden lo instrumentó de tal modo que lo convirtió en un grave perjuicio para la credibilidad estadounidense ante sus propios aliados. En el plano económico la recuperación de la economía internacional se afirma, pero todos los países han llegado a niveles extremadamente elevados de endeudamiento (más del 250% del PBI para Estados Unidos y para China). Existe una incipiente preocupación por el riesgo de inflación, si bien las tesorerías están en general en condiciones de enfrenar por ahora el riesgo. De todos modos, se mantiene gran incertidumbre acerca de cómo podrá evolucionar la pandemia, acompañada de una creciente desconfianza, por primera vez en la historia moderna, hacia la ciencia y especialmente hacia las empresas farmacéuticas y los entes regulatorios del sistema de salud. Una de las causas ha sido el fracaso de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para prevenir la pandemia y su actitud politizada sobre los orígenes de la misma. Este fracaso de la OMS se encuadra dentro de un fenómeno más general de pérdida de relevancia de todo el sistema de Naciones Unidas, en gran medida debido a la disociación entre el poder de voto y el poder real de sus miembros: la cláusula de un país- un voto termina vaciando de valor a la mayoría de sus decisiones. Las Naciones Unidas han tenido un rol irrelevante en todos los grandes conflictos internacionales o incluso civiles de los últimos años. Y su prédica sobre el desarrollo no ha sido más que una expresión de buenos deseos sin alcances prácticos. En materia de derechos humanos, incluso se han convertido más en un mecanismo de protección de gobiernos antidemocráticos que de defensa de los perseguidos. Esa incapacidad se extiende a muchos organismos especializados que no han podido generar respuestas adecuadas frente a problemas tan graves como el crecimiento de la población mundial, las migraciones originadas en causas políticas, económicas o incluso medioambientales. Por estas razones también las grandes decisiones de política económica -e incluso de otros temas- se toman hoy en otros ámbitos como la OCDE, la Agencia Internacional de Energía o la Organización Marítima Internacional, y se “cocinan” en el G.20 o en el G.7.
En este contexto, el mundo se encuentra ante un nuevo y grave problema, el deterioro del medio ambiente y el cambio climático. El Grupo Intergubernamental de Expertos, surgido en el marco de las Naciones Unidas ha hecho graves advertencias, muchas fundadas y otras exageradas (con lo que afectó su credibilidad) que han dado lugar a ciertos acuerdos internacionales. Uno exitoso (Protocolo de Montreal) que sirvió para contener las emisiones de gases que dañaban la capa de ozono; varios de éxito parciales (protección de humedales, biodiversidad, etc) y una gran esperanza, los compromisos alcanzados en París sobre el cambio climático y la posibilidad de poner un límite a las emisiones de gases de efecto invernadero antes de que se registre una aumento de más de un grado y medio en la temperatura media por encima de la prevaleciente antes de la era industrial.
En el plano comercial, encontramos a la OMC paralizada por el conflicto entre China y los Estados Unidos y por la incapacidad de los demás miembros para encontrar fórmulas adecuadas para continuar con la liberalización del comercio de bienes y servicios o de encontrar mecanismos que permitan una regulación ordenada del proceso de “globalización restringida” que ha surgido como producto del impacto de los nuevos cambios tecnológicos, entre ellos, el retroceso en el proceso de deslocalización de la producción y la defensa de las fuentes de trabajo, la eclosión de normas medioambientales y otras restricciones no tarifarias al comercio y el desarme de los mecanismos de integración regional.
En el plano financiero, vemos un mundo complicado por el elevado endeudamiento y los riesgos de inflación que hasta la llegada de la pandemia parecían totalmente superados. Un mundo que todavía cuenta con un sistema bancario internacional saneado, gracias a las nuevas normas “prudenciales” de regulación bancaria (Basilea III) pero que ve surgir nuevos riesgos e interrogantes por el lado del creciente uso de las monedas digitales y las cripto-monedas. Con un Fondo Monetario Internacional que tiene pendiente de solución la redistribución del sistema de cuotas para ajustarlo a la realidad del peso creciente de China y otros países en el sistema financiero y que precisa de nuevos instrumentos para hacer frente al elevado endeudamiento de muchos países afectados por las políticas y decisiones originadas en la lucha contra la pandemia. Al mismo tiempo, la economía internacional ha reencontrado rápidamente el camino del crecimiento, con expectativas bursátiles a niveles nunca vistos, que reflejan o una gran confianza en el futuro o el riesgo de una caída de valores como pocas veces se ha visto
Por otra parte, y sin que emerja totalmente a la superficie, pareciera que nos aproximamos a una nueva etapa de la revolución tecnológica que posiblemente no tardará de reflejarse en la matriz productiva mundial y que requerirá de una nueva adaptación de los instrumentos jurídicos e institucionales sobre los que se apoya. Las principales innovaciones de esta nueva etapa son, por lo menos, cinco:
1. La impresora 3D (que es la combinación de un censor que toma información tridimensional y de una “impresora” que reproduce a la escala deseada el producto diseñado o copiado por el censor. De este modo, permite el pasaje de la producción masiva a la producción individual, “a medida”. Y están en proceso nuevos materiales, adaptados a este proceso, incluso como sucedáneos de la piel humana.
2. El “Internet de las cosas”: o sea la conexión y el funcionamiento en paralelo de equipos que se autoregulan en forma autónoma.
3. La multiplicación del robot y su extensión a nuevas actividades. China sola, tiene previsto incorporar un millón de robots a la industria en los años venideros.
4. La tecnología del “block-chain” que ha permitido el surgimiento de las cripto monedas pero que se puede extender a muchas otras actividades.
5. El desarrollo de la Inteligencia Artificial (que es al cerebro lo que el robot es al brazo), e incluye:
- sistemas y procesadores con mayor capacidad de almacenamiento de datos;
- con mayor velocidad de procesamiento;
- mayor capacidad de resolución de procesos más complejos; y especialmente,
- mayor capacidad de autogeneración de instrucciones en función de objetivos preestablecidos
Esto es posible mediante el desarrollo de nuevos algoritmos y la utilización masiva del 80% de la información almacenada en los últimos años en “la Nube” y que aun está sin procesar.
El resultado será una nueva era de aumento de la productividad y una creciente demanda de capitales para invertir en nuevas actividades. Y es probable que, como en etapas anteriores, la demanda siga a la oferta de nuevos productos y servicios. Esta nueva etapa de la evolución tecnológica generará también nuevos cambios en el mercado del trabajo y hasta puede acelerar el proceso de reflujo de la deslocalización, por las siguientes causas:
1. “Salarios chinos” eran los de antes; hoy el salario medio en ese país es más elevado que en Argentina.
2. Robotización más acelerada en los países de elevados salarios y en China.
3. La impresora 3D que permite la producción personalizada o de pequeñas series.
4. Cambios en las condiciones del trabajo. Crece el “outsorcing” (autoempleo y trabajo temporario) y hay preferencia creciente por el trabajo temporario (especialmente en la mujer), que para las empresas genera la posibilidad de variar el costo laboral según la evolución del mercado.
Con semejante cuadro global, es posible que conozcamos en el futuro próximo, graves confrontaciones (que también pueden extenderse al plano político) entre las grandes potencias o, eventualmente, una gran negociación que abarque tanto a las instituciones financieras como a las comerciales. Si efectivamente entramos en una nueva etapa de acelerado cambio tecnológico, la matriz productiva y comercial que surgirá demandará no solo la corrección de los problemas que arrastramos de la etapa anterior sino también un sistema jurídico e institucional adaptado a las nuevas circunstancias. En cualquiera de los dos casos, se pondrán en juego muchos temas de interés primordial para el futuro de nuestro país.
Argentina: de actor secundario a espectador irrelevante
Un actor secundario puede aspirar a un Oscar o incluso, con suerte y capacidad, a dejar de serlo y pasar a primer plano. En cambio, cuando solo se es espectador nada se puede hacer para alterar el desarrollo de la pieza en juego. Al comienzo de este proceso, Argentina no fue un actor central, con una participación de solo el 0,4% del comercio mundial y concentrado en unos pocos productos agropecuarios, no podía serlo. Sin embargo, recurriendo a diversos procedimientos, llegó a participar activamente en la conformación del sistema internacional que sirvió de base a la “globalización”. Incluso más allá de lo que permitía su “peso específico”. En eso consiste, justamente, una diplomacia eficiente, en llevar la presencia de un país más allá de lo que ese país cuenta en lo números del comercio y las finanzas. Esto se perdió con los gobiernos “kirchneristas”. El reencuentro con la “diplomacia presidencial” y la participación en el G.20 permitió un breve retorno a una cierta presencia en los foros donde se toman las decisiones que cuentan para nuestro interés nacional. Pero fue una brisa breve que pronto diluyó el retorno a viejas prácticas. Así, en años más recientes y en paralelo con nuestra continuada decadencia económica, el país se ha sumergido en la irrelevancia en el actual contexto internacional. Nos hemos convertido en un país sin moneda y sin crédito, que ha defraudado una y otra vez a quienes confiaron en nosotros, ya sea invirtiendo en el país o prestándonos dinero. Por ello nuestro riesgo país está entre los más altos del mundo y nuestros títulos cotizan en la inédita categoría de “stand alone”. Somos el segundo país que más veces ha sido demandado ante tribunales internacionales por falta de cumplimiento a los tratados y acuerdos que ha firmado. Todo lo que ha hecho el actual gobierno ha sido presentar numerosas iniciativas todas ellas dirigidas a que se nos cedan más fondos, se nos otorguen más préstamos o se nos condenen más deudas. En esas condiciones, nuestra actuación en los organismos internacionales resulta irrelevante. Somos tan obvios que nadie nos tomará en cuenta. Incluso frente a aquellos problemas donde podríamos tener razones valederas para presentar nuestras posiciones o tratar de defender nuestros intereses.
En otros términos, mientras no haya un cambio de gobierno y una modificación sostenida en el tiempo de nuestras políticas internas, no podremos recuperar la credibilidad ante el resto del mundo. Mucho menos si seguimos apoyando a regímenes antidemocráticos o iniciativas que van en la dirección contraria a la que marca el futuro. Pero tengámoslo en claro, si no cambiamos en lo interno, nada podrá cambiar en nuestra proyección internacional.
*Director de la División de Economía de la Fundación Encuentro