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  • Rodolfo Barra

La reforma de la Justicia: la cuestión de la "Corte Adicta"

Por Rodolfo Barra (*)



I. Introducción



La gran revolución democrática iniciada en agosto de 1989 con la sanción de la ley 23.696, [1] de reforma del Estado, no podía sino tener también su expresión en el sector institucional de la Justicia, incluyendo, con la prudencia y cuidado exigido por el caso, al Poder Judicial.


El proyecto de la que luego sería la ley 23.696, fue enviado por el presidente Menem al Congreso, donde resultó positivamente votado con gran apoyo legislativo. Fue concreción de principios presentados al pueblo en el programa electoral del Partido Justicialista para las elecciones presidenciales de 1989, donde su candidato, Carlos Menem, resultó electo por una mayoría aplastante (48% de los votos). La ley, seguida por otras que fueron aplicando sus principios en áreas especificas, fue ejecutada durante los diez años y seis meses de la administración menemista con gran eficiencia y eficacia. Puede calificársela como el inicio de un proceso revolucionario, ya que esto es lo que significó en el sentido literal de la palabra: un cambio de 180 grados, en este caso, de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Se trató de una revolución democrática basada, entonces, en un programa de gobierno apoyado por el pueblo. Basta para ello con recordar que Carlos Menem fue reelecto presidente en 1995, nuevamente con el apoyo de casi el 50% del electorado, luego de otros importantes triunfos electorales en elecciones legislativas, provinciales y para convencionales constituyentes. La Corte Suprema de Justicia de la Nación consideró a la ley 23.696 y sus complementarias, junto y especialmente con el Tratado de Asunción de creación del Mercosur, como un verdadero programa de gobierno fundado en decisiones del Congreso nunca tachadas de inconstitucionales (véase “Cocchia”, Fallos: 316:2624, 1993). Es conveniente para los que califican a tal acción de gobierno como “neoliberal” que, sin ser de manera alguna confesional, las reformas peronistas de la década de 1990 se basaron en los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Baste para ello con recordar las enseñanzas de la encíclica Centesimus annus, de San Juan Pablo II (12 de mayo de 1991, con ocasión del centenario de la encíclica Rerum novarum, de Leon XIII): luego de señalar el fundamental error antropológico del socialismo (N° 13) y reafirmar la doctrina de la subsidiariedad, enseñada por Pio XI en la encíclica Quadragesimo anno, junto a la denominada doctrina de la “subjetividad de la sociedad” y de la “solidaridad” (N° 15), subraya también los errores del liberalismo (N° 19), recuerda las virtudes y los defectos tanto de la economía de mercado (N° 34) –que si bien es el mejor mecanismo para la adjudicación de los bienes “transables”, se convertiría en dañina de carecer de un marco jurídico que la ordene el Bien Común–, como del “Estado asistencial” (N° 48) y “Estado empresario” (lug. cit.) con su carga de burocratismo, costos exagerados e ineficacia. En la Argentina de 1989, esta situación había llegado a límites extremos, prácticamente con el colapso del sistema de servicios públicos y otros que se encontraban deglutidos por el gigante estatal, mientras que el fenómeno hiperinflacionario pocas veces visto en el mundo golpeaba inmisericorde a los hogares mas humildes, y la paralización de la economía no hacía otra cosa que profundizar el desempleo. Sin perjuicio de ello, debemos recordar que el peronismo, o justicialismo, no es ni estatista, ni privatista, y mucho menos socialista o liberal. Es pragmático, guiado por la regla de la subsidiariedad, que impone un limite entre lo público y lo privado, entre el “Estado” y la “sociedad”, límite variable conforme con las exigencias del Bien Común según las circunstancias, pero manteniendo siempre vigente el principio rector: no deben las agrupaciones mayores hacer lo que las menores pueden hacer por sí mismas; principio que también puede formularse de otra manera: las agrupaciones mayores deben hacer lo que las menores no están en condiciones de realizar por sí solas. La prudencia del gobernante y su realismo –la única verdad es la realidad– deben primar en la aplicación del principio de subsidiariedad, sin dogmatismos. Si en la década de 1990 resultaba conveniente para el Bien Común el fortalecimiento de la iniciativa privada y del mercado, podría muy bien ocurrir que la Argentina pos coronavirus requiera de políticas “keynesianas” con fuerte presencia estatal, como actor económico directo (empresas públicas) o indirecto (regulación, articulo 28, y fomento, articulo 75, inciso 18, Constitución Nacional).


Al referirme a la reforma del Poder Judicial, he destacado que ello tuvo que ser, y lo fue, acometido con prudencia y cuidado, ya que el Poder Judicial es la llave maestra del delicado sistema de “división de poderes” adoptado por nuestros constituyentes de 1853 y, así, garantía de nuestras libertades.[2] Ello me obliga, especialmente en honor a los lectores no familiarizados con los temas jurídicos, a recordar algunos aspectos de nuestro sistema constitucional de división de poderes, ya que su defectuosa consideración –en general deliberada, en ocasiones por carencias de conocimiento– por los medios antiperonistas y, especialmente, anti menemistas, ha servido de importante fundamento de la “leyenda negra” (desinformación) en el área.



II. El modelo estadounidense de división de poderes



No debe sorprender que comience estas páginas por un análisis, siquiera sintético, del modelo estadounidense en la materia. Esto es necesario no sólo porque los norteamericanos han sido precursores del constitucionalismo moderno, y sus fundadores, junto con los revolucionarios franceses, sino porque nuestro constituyente siguió el modelo de la Constitución estadounidense de 1787, especialmente en cuanto al diseño de la división de poderes y, en particular, del Poder Judicial. Este diseño, ni allí ni en nuestras costas, ha variado a la fecha, a pesar de las “enmiendas” y “reformas” que ambos textos constitucionales han sufrido, aunque sin alterar en nada su sustancia y estructura original. Esta “fuente de inspiración” que han tenido los constituyentes de 1853 ha sido suficiente razón para que, tanto nuestros doctrinarios, como, especialmente, nuestra Corte Suprema desde su origen mismo, hayan seguido con atención la doctrina constitucional estadounidense y, especialmente, la jurisprudencia de la Corte Suprema federal radicada en Washington.


Recordemos que hasta la revolución americana y francesa de finales del siglo XVIII el poder se concentraba básicamente en un solo órgano: el rey. Es cierto que este no era un principio absoluto, en tanto que el monarca administraba a través de sus ministros, existían asambleas o parlamentos, con mayor o menor autonomía según las épocas y los países, y también órganos judiciales. Pero el rey podía no sólo aprobar o no las decisiones parlamentarias, sino hasta no convocarlos o disolverlos si se encontraban funcionando. También podía avocarse de oficio al conocimiento de cualquier causa judicial, lo que, si bien rara vez sucedía en la práctica, bastaba la legítima posibilidad de que ocurriese – posibilidad legitima, es decir, dentro del sistema y no de hecho o forzada– para que no se pudiera considerar la existencia de una organización judicial ajena a la voluntad del rey.


Los revolucionarios del final del siglo XVIII estaban imbuidos de la doctrina de los denominados iluministas franceses y la conclusión racionalista de que el poder dividido era un poder debilitado, en beneficio de las libertades ciudadanas.


Sobre la marcha y con gran sentido práctico, los constituyentes estadounidenses concibieron un sistema propio de división de poderes, con muchas diferencias del que iba a ser desarrollado en Europa, aunque también basado en las ideas básicas de Montesquieu: para que no se pueda abusar del poder es preciso que se detenga al poder.


En los Estados Unidos y en la Argentina, el constituyente estableció un “gobierno”, personificado jurídicamente –claramente en nuestro ordenamiento– en el Estado nacional. El Gobierno federal es ejercido por los tres poderes regulados en sus tres “Secciones”. Así, los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial son órganos supremos del Gobierno federal; los tres, en sus ámbitos de competencia, ejercen el Gobierno federal. Jurídicamente, sus actos se imputan a la persona jurídica Estado nacional (artículos 141 y 146, Código Civil y Comercial de la Nación), tanto en lo interno como en lo internacional.


Independientemente de lo expuesto, lo que los norteamericanos concibieron, además de la división de poderes, fue un sistema de relaciones entre ellos, de “pesos y contrapesos”, o mejor, de “controles y balances” (checks and balances) mutuos, en un equilibrio siempre frágil, inestable, pero perfectamente posible teniendo en cuenta su exitoso funcionamiento durante casi dos siglos y medio en los Estados Unidos.


Donde la originalidad, y la llave maestra, del sistema estadounidense se ha destacado más ha sido, sin duda, en el diseño del Poder Ejecutivo; esto es, el Presidente –una especie de rey electivo y temporal, no necesitado de ninguna confianza parlamentaria y con gran fuerza de conducción política– y la Justicia, no solo independiente en sus decisiones, sino concebida como una rama del Gobierno, en paridad con las otras dos ramas, la legislativa y la ejecutiva. Lo que se diseñó fue un verdadero Poder Judicial –no así definido en la arquitectura institucional francesa– cuyo poder, su fuerte poder, se expresa en el denominado control judicial de constitucionalidad. Según éste, jueces no electivos, vitalicios, ajenos al proceso político democrático, pueden, en casos concretos, decidir la no aplicación de una norma emanada del Presidente o del Congreso, en razón de su contradicción con la Constitución.



1. El control judicial de constitucionalidad (según lo digan los jueces)



Quizás esta idea del control de constitucionalidad no estaba tan expresamente contenida en el texto constitucional de 1787, pero –y esta es la maravilla del sistema– fue “descubierta” en 1803 por un tribunal (la Corte Suprema estadounidense, de la mano de su presidente, el juez Marshall) y aplicada en un caso de importancia política,[3] sin que ninguno de los miembros del Tribunal fuese sometido a “juicio político” por ello.


Demás esta decir la importancia político-institucional de tal sistema de control de constitucionalidad, que en 1787-1803 estaba muy lejos de ser tomado en consideración en Europa, sin perjuicio de aislados precedentes británicos citados por el mismo Marshall en “Marbury”, quizá para encontrar alguna raíz jurisprudencial al “atrevido” y revolucionario mecanismo judicial que estaba diseñando.


El sistema del denominado judicial review (control judicial de constitucionalidad) comenzó a generalizarse en Europa recién en el siglo XX, especialmente, claro está., después de la Segunda Guerra Mundial. Aun así, hay ordenamientos donde no puede afirmarse que el control de constitucionalidad sea judicial, como en Francia. En Francia, el control es ejercido de manera preventiva –y hasta poco tiempo atrás, exclusivamente– por el Consejo Constitucional (órgano político no integrante de la organizaci6n judicial) sobre proyectos de ley que, en determinadas condiciones, tanto por la naturaleza de la norma como de mayorías exigidas, le son enviados por la Asamblea para el análisis de su constitucionalidad; si el Consejo encuentra objeciones a la constitucionalidad de la norma, esta no podrá ser sancionada. Recién a partir de la reforma constitucional de 2009, también se admite, en Francia, el control posterior de constitucionalidad sobre los casos que se planteen en causas judiciales en tramite, como una suerte de “cuestión prejudicial”. En el caso del Reino Unido, la “judicialización” del control de constitucionalidad es mucho más reciente, en un proceso que arranca con la Human Rights Act de 1998, que hace aplicable en el Reino Unido el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), aprobado por el Consejo de Europa en 1950 y luego también integrado al ordenamiento jurídico de la Unión Europea. Hasta 2005, la máxima autoridad judicial era ejercida por un tribunal perteneciente a la Cámara de los Lores –y compuesto exclusivamente por Lores–. En 2005 fue sustituido por una Supreme Court, como tribunal judicial supremo que, entre otras, tiene jurisdicción sobre cuestiones atinentes al CEDH. Aun así, la Supreme Court se encuentra sometida a tradicionales, y no escritas, limitaciones a la hora de “enjuiciar” las leyes del Parlamento, cuya soberanía continúa considerándose absoluta.


La doctrina desarrollada por el juez Marshall –tan fino jurista como hábil político– tiene implicancias trascendentes, que, para la época, eran revolucionarias. La primera de ellas es la consideración de la Constitución como una norma jurídica, de principal jerarquía y de cumplimiento obligatorio. De esta manera, si la norma (ley, decreto, etcétera) aplicable al caso a estudio de los jueces contradice la Constitución, aquella resultará inaplicable, y el caso deberá resolverse conforme con la Constitución: la norma de mayor jerarquía (Constitución) desplaza a la de menor jerarquía. Tal doctrina, como segunda implicancia, importa otorgar un poder político extraordinario a los jueces, especialmente al Tribunal de mayor jerarquía, la Corte Suprema de Justicia, cuyas sentencias son inapelables ante tribunal alguno.


Es que son pocas las normas, constitucionales o legales, que definen con exactitud sus propios límites, es decir, su propio contenido, lo que mandan o lo que prohíben. Por ejemplo: el derecho de todo habitante de la Nación “de usar y disponer de su propiedad” (articulo 14, Constitución Nacional) que es reconocido “conforme alas leyes que reglamenten su ejercicio” (ibídem), fue, precisamente, reglamentado con mayores o menores limitaciones según las épocas, limitaciones que fueron a veces ampliamente rechazadas y otras ampliamente consentidas por la Corte Suprema con diferentes integraciones, según la orientación política y los valores de la mayoría de sus miembros.


Así, en nuestro medio, y siguiendo en gran medida lo ocurrido en los Estados Unidos, la Corte, siempre con distintas integraciones, adoptó una postura digamos “individualista” con relación al derecho de propiedad (causa "Hileret c/ Provincia de Tucumán", Fallos: 98:20, 1903) para tomar otra mas “reglamentarista” e “intervencionista”, en la causa "Avico, Oscar c/ De la Pesa", Fallos: 172:21, 1934).[4]


Lo mismo cabe decir de otros temas incluso de mayor trascendencia. Tomemos el caso de la interpretación de las normas constitucionales sobre la protección del ser existente desde el momento de la concepción, esto es, la cuestión del aborto. Las mismas normas fueron interpretadas de manera absolutamente contradictoria por la Corte Suprema argentina (CSJN) con distancia de solo diez años (casos "Portal de Helen", Fallos: 325:292, 5/3/2002; "F.A.L." Fallos: 335:197, 13/3/2012). Claro que el primero fue resuelto por una Corte integrada mayoritariamente por jueces de tendencia “conservadora”, mientras que el segundo lo fue por un Tribunal compuesto mayoritariamente por jueces de tendencia “progresista”.


Véase también el comportamiento de la CSJN con respecto a la penalización de la tenencia de drogas en cantidad no mayor de la necesaria para el consumo personal. Aquí, en 1978, en el caso "Colavini" (Fallos: 300:254) sostuvo la constitucionalidad de la ley que penalizaba tal conducta, en 1986; en el caso "Bazterrica" (Fallos: 308:1392), la nueva Corte declaró la inconstitucionalidad de la norma; pero en 1990, en "Montalvo" (Fallos: 313:1333, 11/12/1990), la Corte de nueve miembros retornó al criterio de "Colavini", para, en 2009, en la causa "Arriola" (Fallos: 332:1963, 25/8/2009), otra vez con nueva integración de la Corte Suprema, insistirse, con ciertos matices, en la doctrina de "Bazterrica".[5]


Utilizo arriba aquellos calificativos –“conservadora” y “progresista”– de manera genérica, provisional, e inevitablemente imprecisa, ya que tal encuadramiento no es ni automático, ni mecánico, ni tampoco permanente o invariable, sino que depende de los casos, aunque sí, reitero, indican, o pueden indicar, una tendencia general. Tales calificativos siguen a las categorías habitualmente utilizadas para la Corte Suprema federal estadounidense (CSUSA), que también encuadran en la distinción de “republicanos” y “demócratas”, o “conservadores” y “liberales”; en nuestro país podríamos calificar la orientación de la Corte Suprema como “centro-derecha” y “centro-izquierda”, aunque siempre respetuosa de los valores de la democracia republicana y representativa. Ya veremos que, en gran medida, tanto en la Argentina como en los Estados Unidos, la designación de miembros de una u otra tendencia depende de la orientación del presidente o titular del Poder Ejecutivo, y su apoyo por el Senado. Insisto en que la “tendencia” a que hago referencia es en materia de “valores” o “principios filosóficos” o “principios guías” siempre dentro de la concepción democrática del “Estado de derecho”. Como todos aquellos calificativos son relativos, propongo, en lo que a este trabajo interesa, calificar a las tendencias como “azul” y “violeta”.[6]


Es que las normas constitucionales, en general, se encuentran redactadas con lo que se denominan “términos de limites abiertos”, o conceptos genéricos, que requieren de una interpretación “aplicativa” –es decir, la interpretación para su aplicación– que va a variar con las épocas, en una Constitución redactada para regir para muchas generaciones –“para nosotros, para nuestra posteridad”, escribieron los constituyentes de 1853 en el Preámbulo de nuestra Constitución Nacional, en literal traducción del modelo estadounidense–.[7] Vuelvo a destacar que esta prerrogativa interpretativa es gozada por personas no electas por voto popular, con cargo vitalicio –ahora limitado en la Argentina– sin previo debate democrático (asambleario) y por decisión limitadamente mayoritaria: tres o cinco personas, según que la Corte se integre, por ejemplo, por cinco o nueve miembros, respectivamente.


De más está decir la gran preocupación que debió causar, en tiempos de “Marbury”, este extraordinario poder dado a los jueces, especialmente de la Corte Suprema, poder que es mirado con enorme desconfianza en Europa, en general en los sistemas parlamentaristas o semiparlamentaristas. ¿Magistrados no electos pueden “invalidar” –en la práctica, aunque no se trate exactamente de una invalidación– los actos de los funcionarios electos democráticamente, inmersos en el debate político democrático, que buscan el apoyo de cada ciudadano común, recorriendo el país, consumiendo horas en programas televisivos, hasta comprometiendo su prestigio personal y la intimidad de sus familias? Y lo pueden hacer simplemente por comparar la norma “inferior” (¿inferior, aunque provenga de los representantes del pueblo?) con la norma “superior” (¿superior, aunque haya sido escrita un centenar de años atrás, para un mundo que ya en nada se parece al nuestro?).


Precisamente por aquel “salto cultural”, como si utilizasen la máquina del tiempo de las novelas de ciencia ficción, los nuevos jueces –los de aquí y ahora– interpretan lo que dice, lo que quiere decir o hasta lo que debería decir la norma constitucional, con los criterios de hoy. ¿El constituyente de 1787 pensó alguna vez que el derecho al “debido proceso” incluía el derecho a practicar abortos, como lo decidió la CSUSA en 1953 en “Roe vs. Wade”?, ¿nuestro constituyente de 1853 imaginó alguna vez que la disolubilidad del matrimonio era un derecho de base constitucional, tal como lo “descubrió” nuestra Corte en 1986, cien años después de la pacífica vigencia del principio de la indisolubilidad bajo la misma Constitución (“Sejean c/ Zaks de Sejean”, Fallos: 308:2268, 1986)?[8]


No en vano el juez y presidente de la CSUSA, Charles Hughes (1910-1916 como miembro; 1930-1941, como presidente del Tribunal) y experimentado político –gobernador del Estado de Nueva York, antes de ir a la Corte por primera vez, a la que renuncio para ser candidato a presidente de los Estados Unidos en 1916, luego secretario de Estado entre 1921 y 1925 y volver a la Corte como su presidente en 1930– no sin hacer notar que el Poder Judicial es garantía de la libertad y de la propiedad, admitió: “Nos rige una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es” (“We are under a Constitution, but the Constitution is what the judges say it is”).



2. Controlar a los que controlan, sin que estos dejen de controlar



Pero el sistema diseñado por los Padres Fundadores norteamericanos es muy inteligente y tiene, dentro de sí, los mecanismos de control de los excesos, de balancear los poderes de cada órgano supremo constitucional.


Para “contrabalancear” el gran poder de la judicatura, la Constitución le otorga al Congreso la competencia para sancionar los códigos de procedimientos, y así regular las vías de apelación de las sentencias. También tiene el Congreso el gran poder de fijar el presupuesto del Poder Judicial, o de impulsar reformas constitucionales que corrijan o revoquen decisiones de la Corte sobre problemas específicos. Una herramienta importante es el denominado “juicio de responsabilidad” (mal llamado “juicio político”) que, además de las causales basadas en un comportamiento delictivo del juez, podría también, en un caso extremo, considerar “mal desempeño” la emisión de sentencias manifiestamente inconstitucionales.[9]


Pero el mayor medio de influencia de los “poderes políticos” (el Ejecutivo y el Legislativo) sobre el Poder Judicial se encuentra en el poder presidencial, con la conformidad del Senado, de designar a los jueces.


En el punto, nuestros constituyentes de 1853 siguieron al pie de la letra el modelo norteamericano. Recién con la reforma constitucional de 1994 se introdujeron dos modificaciones de gran importancia: 1) los candidatos a jueces inferiores a la CSJN deben ser seleccionados por el Consejo de la Magistratura –nuevo órgano creado por la reforma constitucional–, recién sobre la terna así seleccionada, se inicia el proceso tradicional: el Presidente nomina a un candidato y el Senado otorga, o no, su conformidad (acuerdo senatorial), con lo cual se acota el margen de acción de los “poderes políticos”; 2) para designar a los jueces de la Corte se mantiene el sistema tradicional –sin Consejo de la Magistratura– aunque exigiendo que el acuerdo senatorial deba ser otorgado por una mayoría calificada de dos tercios de sus miembros presentes –antes era mayoría simple, como sigue siendo en los Estados Unidos y, entre nosotros, para los jueces “inferiores”–, con lo cual se acota el poder de la mayoría en el Senado.


De esta manera, la elección del presidente implica otorgarle a la persona elegida el poder de impulsar la nominación en el Senado [10] y en caso de tener vacantes durante su mandato, a jueces que van a continuar en el cargo por muchos años después que ese presidente, aun reelecto, haya cesado de gobernar. Cuando el sistema funciona con normalidad, como en el caso estadounidense, este poder presidencial se matiza, ya que, por renuncias, enfermedades o fallecimientos, las vacantes en los tribunales van ocurriendo a lo largo del tiempo; por ejemplo, en una Corte Suprema de nueve miembros, sería excepcional que un mismo presidente, aun reelecto, pudiese nombrar más de dos jueces, mientras que en los siete restantes se encuentran designaciones de seguramente más de dos presidentes y de distintas composiciones senatoriales. [11] El Tribunal tendrá así una composición variable en el tiempo, pausada, y compensada o balanceada en la tendencia de sus miembros. En esta lógica del sistema, una Corte compuesta de nueve miembros tiene más posibilidades de integrarse con jueces nominados por distintos presidentes que una Corte de cinco miembros, con lo cual dentro de cada una de las categorías –“centro-derecha” y “centro-izquierda”– habrá variaciones y matices, propios de la edad, de las circunstancias y, sobre todo, de los casos a resolver.


Insisto, el sistema funciona bien si se lo hace funcionar bien, lo que, desgraciadamente, no ha ocurrido en nuestro país, principalmente por la inestabilidad institucional provocada por los golpes de Estado. Especialmente a partir de 1955, cada gobierno militar designó una nueva Corte, mientras que cada gobierno civil sucesor del militar designó también una nueva Corte. Así, por ejemplo, en 1983, el presidente Alfonsín pudo designar a los cinco miembros de la Corte, es decir, al 100% de sus integrantes. Naturalmente integró el Tribunal con personas que, además de ser juristas respetables, comulgaban con la orientación general del nuevo gobierno.



III. El nacimiento del sistema y la experiencia estadounidense. “Marbury vs. Madison”



Si bien la Constitución estadounidense de 1787 sentó las bases del sistema de la revisión judicial de constitucionalidad, siempre dentro –y esto es importantísimo– del régimen de división de poderes en su modelo de checks and balances, su consagraci6n jurisprudencial como elemento indispensable del constitucionalismo moderno, ocurrió en el ya citado caso “Marbury vs. Madison” resuelto por la CSUSA a solo dieciséis años del inicio de la vigencia de la nueva Constituci6n.


Recordemos, muy sucintamente, los antecedentes del caso. En 1801, el presidente John Adams debía transmitir el cargo al nuevo presidente electo, Thomas Jefferson, como consecuencia de la derrota electoral del partido hasta ese momento oficialista, el Federalista (antecedente del actual Republicano), ante el Partido Republicano (antecedente del actual Partido Demócrata). Ante tal circunstancia política, que también suponía la instalación de un nuevo Congreso con mayoría republicana, Adams y su secretario de Estado –departamento que entonces también comprendía el área de justicia–, John Marshall, buscaron que el legado federalista trascendiese a esta nueva administración y legislatura, para conservar así cierto predominio en el Poder Judicial –nada nuevo hay bajo el sol–. Con tal fin tomaron principalmente las siguientes medidas: la sanción de una “ley orgánica” del Poder Judicial, la Judiciary Act –que los republicanos se juramentaron a derogar en el siguiente Congreso–, la creación de nuevos juzgados y la designación de nuevos jueces, obviamente de tendencia federalista. Adams, además, hizo a tiempo de nominar y designar al mismo John Marshall como miembro y presidente –Chief Justice– de la Corte Suprema de Justicia. También hizo a tiempo de designar a todo un listado de jueces inferiores, aunque en una carrera contra reloj, precisamente la noche anterior a la asunción de Jefferson, por lo que fueron llamados “los jueces de la media noche”. Entre estos se encontraba un grupo de “jueces de paz”, cuya designación había sido firmada por Adams, y refrendada (sellada) por el secretario de Estado. Pero esta designación no alcanzó a ser entregada o notificada a varios de los designados, entre ellos William Marbury, sin duda ante la confusión del momento y lo exiguo de los tiempos disponibles. El nuevo presidente –que asumió, recordemos, en la mañana siguiente– y su secretario de Estado, James Madison, no tuvieron ninguna voluntad de concretar estas notificaciones pendientes y así Marbury y otros accionaron directamente ante la Corte, vía que les estaba habilitada por la Judiciary Act. Marshall, ya Chief Justice de la Corte, se encontró ante un problema delicado: si le daba la razón a Marbury, iba a generar una gran furia en el nuevo oficialismo, incluso con peligro para la integridad del propio Tribunal; si no lo hacía, convalidaba una injusticia y además asumía una derrota política. Tomó entonces el camino del medio: durante la mayor cantidad de páginas del fallo argumentó en favor del derecho de Marbury, destacando así que Madison –nada menos que el redactor, junto con Hamilton y John Jay, de The Federalist Papers había actuado contra derecho. Pero hacia el final de la sentencia, “advirtió” que la habilitación de la via directa ante la Corte Suprema, admitida por la Judiciary Act, para requerir de aquella un mandamus contra el secretario de Estado, contradecía la clausula constitucional (sección III; de la cual nuestro articulo 101, actual articulo 117, es prácticamente una traducción literal) que enumera de manera taxativa –según se interpretó uniforme y constantemente desde ese momento, también más tarde por nuestra Corte Suprema– los casos en que es permitida la jurisdicción originaria del Tribunal, mientras que en todas las demás causas le es atribuida jurisdicción apelada. Frente a esto, Marshall afirm6 cuatro principios de trascendental importancia: 1) la Constitución es ley, y además suprema; 2) todos los actos de los poderes creados por la Constitución son jerárquicamente inferiores a ella; 3) si un caso concreto puede ser resuelto por aplicación de la Constitución y también por aplicación de una ley del Congreso, y ambas lo resuelven de manera contradictoria, la primera, por su mayor jerarquía, desplaza la aplicación de la segunda, y 4) “Es enfáticamente la 'provincia' (jurisdicción/ competencia) y deber del Departamento (Poder) Judicial decir lo que la ley es”, y así dos leyes están entre sí en conflicto, los Tribunales deben decidir acerca de cual es aplicable” al caso. De esta manera, Marshall, le dio la razón (teórica o principista) a Marbury –y, a la vez, “les pegó un guantazo jurídico y político” a Madison y Jefferson, seguramente con alegría de los federalistas– y puso en entredicho la Judiciary Act. Pero aun así declaró inadmisible la demanda, estableciendo de manera definitiva –aunque no fuese una creación totalmente original– el principio de la revisión judicial de constitucionalidad. Que la valoración y aplicación, en caso concretos, del principio de la supremacía constitucional quedase reservado a la “provincia” de los jueces, no puso muy feliz a los republicanos, especialmente porque desconfiaban de una judicatura mayoritariamente de tendencia federalista, por lo cual pusieron “en la mira” al Tribunal decisor de “Marbury”, y así comenzaron, poco tiempo después, con el impeachment del juez Chase, integrante de ese Tribunal. Pero este sabio y prudente sistema constitucional de delicado equilibrio entre poderes se salvó y perduró triunfante en el tiempo porque aquellas primeras generaciones supieron tambien ser prudentes en la aplicación concreta del sistema, sin romper, precisamente, el equilibrio: el impeachment de Chase fue rechazado y los Tribunales ejercieron la revision constitucional con un use muy aceitado y cuidadoso del principio del self restraint o de autorrestricción judicial, sobre el que volveré luego. John Marshall, como secretario de Estado y tambien, luego, como presidente de la Corte Suprema, debiera ser considerado como el gran fundador del sistema. Tambien lo es el presidente John Adams y sus contemporáneos, que supieron entender que un Tribunal como la Corte Suprema de Justicia debe estar integrado por personas que, además de buenos juristas, sean buenos politicos, es decir, que gocen de experiencia juridica y, sobre todo, de la prudencia política dentro del sistema democrático de derecho. Seguramente con esta claridad de ideas –que nunca se abandonaron en los Estados Unidos– Adams designó a su secretario de Estado Marshall como presidente de la Corte Suprema. [12]



IV. La autorrestricción judicial



Tanto en los Estados Unidos como en nuestro país, la jurisprudencia, a lo largo de los decenios, fue delineando, desde el inicio mismo del sistema, criterios o pautas de limitación de esa suerte de poder superior que el sistema de control de constitucionalidad otorga a la judicatura. Tales limitaciones se identifican con la denominación general de self restraint o autolimitación o autocontención judicial, cuyos puntos principales son:


1. Los jueces solo pueden intervenir ante un caso concreto, esto es, una causa o controversia concreta, entre partes adversarias, donde estas discutan acerca de la procedencia de sus derechos propios, que sean entre si contradictorios –“Juan debe a Pedro” contradice a “Pedro no debe a Juan”, entonces, siempre en el caso concreto, el derecho de Juan es contradictorio con el derecho de Pedro–. Este principio, que se encuentra expresamente desarrollado en “Marbury vs. Madison", evita que los jueces intervengan en cuestiones abstractas, o meramente políticas, sobre medidas de gobierno que, buenas o malas, no inciden directa e inmediatamente sobre un derecho concreto de un individuo concreto, y que deben ser discutidas y en su caso, ratificadas o rectificadas, por los órganos políticos representativos, democráticamente elegidos.


2. El derecho no es una ciencia exacta y las normas suelen estar redactadas de forma tal de permitir diversas interpretaciones. El juez debe optar por la interpretación que, aplicada al caso, permita evitar la declaración de inconstitucionalidad.


3. La declaración de inconstitucionalidad solo corresponde si es el único medio para resolver el caso, es decir, si el derecho pretendido como acción o como defensa no puede ser reconocido o rechazado, siempre en el caso, por una aplicación normativa distinta a la que exija la declaración de inconstitucionalidad.


4. En caso duda, debe estarse por la constitucionalidad de la norma cuestionada.


5. Existe una presunción general relativa a la constitucionalidad de todas las normas. Sin perjuicio de ello, cuando una norma afecta a los derechos de una minoría especialmente vulnerable, los poderes políticos deben demostrar que tal norma persigue satisfacer un interés comunitario esencial, y que el medio empleado para ello es el menos severo o dañoso, además de proporcional, adecuado y racional (lo que no quiere decir conveniente o acertado).



V. El límite constitucional. El “balance” o compensación de fuerzas por el número



¿Que ocurre, siempre dentro de la lógica del buen funcionamiento del sistema, cuando un presidente se encuentra con una judicatura que, mediando el gran poder del judicial review, obstaculiza el programa de gobierno que le fue encomendado llevar a cabo por el electorado? Si el Presidente es respetuoso de la Constitución no recurrirá al impeachment o juicio de responsabilidad, concebido para sancionar conductas dolosas o irregulares y no para valorar el contenido de las sentencias,[13] lo que liquidaría el sistema de división de poderes. Tampoco podrá ahogar presupuestariamente a los Tribunales, lo que generaría mal servicio y, en definitiva, reacción en contra por parte del electorado. Sería también infantil intentar la limitación, al menos irrazonable, del judicial review por vía de ley formal, porque serán los mismos jueces los que decidirán acerca de la constitucionalidad de tal limitación.


El Presidente, siempre que tenga suficiente apoyo en el Congreso, tiene la vía de cubrir las vacantes que se vayan produciendo en las distintas instancias de la justicia federal, lo que hará designando jueces “azules” o “violetas”, según el lo sea –y si es presidente es porque una mayoría del electorado es “azul” o “violeta”, según el caso, o al menos no le disgusta que el presidente lo sea–. En definitiva, esto es lo que otorga legitimidad democrática a las designaciones de jueces: el pueblo eligió a un presidente “azul” o “violeta”, para que lleve a cabo una política “azul” o “violeta”; traicionaría a su electorado “azul” o “violeta” si no respetase, al menos como línea general, los colores –tendencia acerca de los grandes valores, definiciones sustanciales de política concreta– por los que fue elegido.


Pero quizás el Presidente no tenga suerte y se produzcan muy pocas vacantes durante su mandato, mientras que el requerimiento de llevar adelante su programa de gobierno es urgente.


Le queda el recurso de la ampliación del número de juzgados, de la cantidad de salas de las cámaras de apelación existentes, crear nuevas cámaras de apelación especializadas y los juzgados de primera instancia respectivos, incluso el aumento del número de jueces de la Corte,[14] siempre que en ello lo acompañe el Congreso.


Pero ¿no es esto un procedimiento antidemocrático? No, todo lo contrario; dentro del sistema de checks and balances es una vía absolutamente democrática, querida y prevista expresamente por el mismo sistema, como lo veremos luego.


También es posible forzar la renuncia de los jueces a través de incentivos o desalientos económicos. Los primeros, por ejemplo, una compensación especial para los que se jubilen o renuncien en un determinado periodo, son válidos, aunque pudiesen ser mal considerados desde un punto de vista valorativo. El segundo, la reducción de la remuneración del juez, por cualquier vía, a partir de un determinado momento, con incidencia sobre su jubilación, o bien la reducción lisa y llana de la jubilación también a partir de un determinado momento, se encuentra expresamente prohibida, tanto en la Constitución estadounidense como en la nuestra.


Claro que no se trata de concebir un Poder Judicial “veleta”, que acomode sus sentencias conforme el viento de los tiempos. El que muchas disposiciones de la Constitución hayan sido redactadas con “limites ámplios”, con posibilidad de ser redefinidos a lo largo del tiempo –de muchas generaciones no quiere decir que, en algún punto, el limite no sea fijo, claro, definitivo.


Primero, la interpretación circunstancial no puede ser tal que, dentro del sentido común, traicione al texto y sentido mismo de la Constitución. La regulación de la propiedad privada no puede significar, en la práctica, su aniquilación, por ejemplo, una cosa es suspender por unos meses el curso de intereses en las deudas hipotecarias, y otra cosa es dar por canceladas las hipotecas; una cosa es no punir el aborto en caso de violación y otra es permitirlo a voluntad y en cualquier tiempo del embarazo; una cosa es prohibir que los institutos públicos de enseñanza exijan una determinada confesión como requisito para el ingreso y otra es prohibir que existan institutos privados confesionales.


Otro peligro que enfrenta el sistema de división de poderes es el denominado “activismo judicial”, que, en términos generales consiste en que la judicatura –principalmente, la Corte Suprema– imponga su “agenda” a los poderes políticos, impulsándolos a tomar decisiones –tal es lo que ocurrió, en la Argentina, con el tema del divorcio vincular, caso “Sejean”; o lo que se quiso hacer con el tema del aborto, caso “FAL”, luego rechazado por el Congreso– “encontrando” supuestos derechos constitucionales donde no los hay –caso “Sejean”, cuando en realidad la Constitución Nacional es neutra con relación a la indisolubilidad del matrimonio y el divorcio vincular, to que puede ser regulado a voluntad por el Congreso– o forzando argumentos para negar obligaciones o limites constitucionales donde si los hay, como hizo la CSJN en el caso “FAL”.


Un argumento en favor del “activismo constitucional” es el denominado “argumento contramayoritario”: los jueces deben impedir que las mayorías impongan sus valores a las minorías. El argumento es aceptable cuando la protección debida a las minorías, ante situaciones fácticas o de regulaciones normativas concretas, es un resultado lógico de la Constitución, como por ejemplo ocurriría con el trato discriminatorio irrazonable de determinados colectivos, el que seria violatorio de los artículos 14, 14 bis, 16 y otros, Constitución Nacional. Pero, fuera de hipótesis extremas, el argumento “contramayoritario” choca contra si mismo: ¿Por qué una determinada minoría puede hacer prevalecer sus valores sobre la mayoría? La cuestión se resuelve en la Constitución, o en su reforma: nada puede prevalecer sobre lo que la mayoría ha querido establecer en la Constitución –“Nos los representantes del Pueblo...”, declara en su región inicial el Preámbulo–, salvo el derecho natural y las normal del sistema internacional de derechos humanos, en sus condiciones de vigencia para la Argentina (articulo 75.22, Constitución Nacional).




VI. El número de jueces de la Corte Suprema de Justicia


Veamos ahora con mayor detalle la cuestión de la integraci6n numérica de la Corte Suprema de Justicia.


El constituyente americano de 1787 dejó a discreción del Congreso la definición, conforme con las circunstancias, del número de integrantes de la Corte Suprema (artículo III, sección I).


A lo largo del tiempo, cumpliendo con el mandato constitucional, el Congreso estadounidense fue variando el número de jueces de la Corte, y lo hizo conforme con el criterio de discrecionalidad autorizado por el constituyente, ya sea por razones de conveniencia organizativa, o por razones estrictamente políticas. En 1789, la CSUSA era de seis miembros, pero se fue ampliando, acompañando también el crecimiento demográfico del país. En 1807 ya era de siete miembros, para pasar a nueve en 1837 y a diez en 1863. En 1869, cuando la población era de aproximadamente 40 millones de personas (censo de 1870), fue llevada nuevamente a nueve miembros, y así continua hasta el presente. ¿Fueron siempre estos cambios políticamente neutros? Seguramente no, sin perjuicio de que la experiencia parecería indicar la razonabilidad y buen funcionamiento del Tribunal integrado por nueve miembros.


Un caso especial de enfrentamiento entre la Corte Suprema y el presidente democráticamente elegido, que se trato de solucionar con un aumento –aunque encubierto– de jueces del Tribunal, es el que comprometió la política del New Deal –“Nuevo Acuerdo”, se entiende que social– del presidente F. D. Roosevelt. Electo presidente por primera vez en 1932 –asumi6 en marzo de 1933 y fue reelecto, siempre por el Partido Demócrata, tres veces consecutivas, cuando en los Estados Unidos se admitía la reelección indefinida; fue presidente de los Estados Unidos hasta su muerte en 1945 y uno de los grandes artífices del triunfo democrático en la Segunda Guerra Mundial–, le tocó gobernar en plena depresión económica, que buscó enfrentar con el programa intervencionista y en gran medida keynesiano del New Deal. Algunas de sus primeras medidas de importancia fueron declaradas inconstitucionales por una Corte “conservadora”,[15] atada a un concepto constitucional de propiedad y libertad individual alejado de su armonización con el Bien Común, siempre con medidas proporcionales y racionales. Sea por tal razón ideológica, o por una postura de oposición partidista, los miembros de la Corte amenazaban con impedir el desarrollo de políticas gubernamentales que contaban con gran apoyo popular. Tal era la popularidad, que FDR logró, en 1936, su primera reelección por una amplia mayoría, mientras que los miembros del Tribunal –ajenos a cualquier proceso electivo democrático– continuaban con su opositora postura, lejos del tradicional principio del self restraint. Ellos pretendían, a través de una interpretación estrecha y restrictiva de la Constitución, definir cuestiones de políticas de gobierno cuya decisión la misma


Constitución había puesto en cabeza del Ejecutivo y del Legislativo, y, sobre todo, en el electorado. Una vez reelecto FDR tenia tres opciones principales para lograr el apoyo judicial de sus políticas: la primera era la vía del impeachment, mas que peligrosa para la subsistencia del sistema; la segunda, esperar pacientemente la renovación de la Corte, a través de vacantes producidas naturalmente, pero este camino iba a contramano de la urgencia de la crisis económica; la tercera, aumentar el número de integrantes de la Corte y poder así lograr una mayoría no opositora al New Deal. LFDR quería una “Corte adicta”? En realidad, le bastaba, y le bastó, con una Corte “no opositora”, es decir con una Corte respetuosa de la división de poderes, que no pretendiese sustituir a los poderes políticos electivos. Sin modificar el número de jueces –ya que el de nueve miembros se había demostrado conveniente por casi setenta años– diseñó un sistema ingenioso que la oposición y la prensa republicana calificaron de court packing plan: 1) jubilación del 100% para los jueces que se retirasen; 2) para los que no lo hicieren con 70 años, el presidente, con acuerdo del Senado, iba a nombrar una suerte de juez adjunto, con plena competencia de deliberación y voto, que quedaría como juez exclusivo una vez que el “titular” dejase, por cualquier razón, el cargo. De esta manera, FDR proponía ampliar provisoriamente la Corte con suficientes designaciones para alcanzar la mayoría. El proyecto no tuvo éxito en el Congreso, pero igualmente FDR resultó triunfador en su batalla por lograr una Corte no opositora, al menos sin activismo de oposición. Renuncias y muertes generaron vacantes, bien aprovechadas por un presidente que gobernó durante tres periodos y medio y se ocupó muy bien en designar jueces que sintonizaban con la voluntad de la mayoría popular en favor del New Deal. El plan presidencial –el New Deal y su tratamiento judicial– tuvo, felizmente, tanto éxito que permitió a los Estados Unidos ingresar en la Segunda Guerra con un poderío económico, especialmente industrial, extraordinario. Así también se salvó la civilización.



VII. El caso argentino



Como ya lo hemos visto, nuestros “padres fundadores” de 1853 fueron fieles seguidores del modelo norteamericano, sobre todo en lo que nosotros denominamos “parte orgánica” de la Constitución y, dentro de ella, especialmente, en lo que se refiere al Poder Judicial.


Tal similitud, sin embargo, tuvo una importante excepción. Así, mientras el artículo III, sección 1, de la Constitución estadounidense establece: “The Judicial Power of the United States, shall be vested in one supreme Court, and in such inferior Courts as the Congress may from time to time ordain and establish”, el artículo 91 de nuestra Constitución, en el texto original de 1853 –vigente hasta 1860– prescribía: “El Poder Judicial de la Confederación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia, compuesta de nueve jueces y dos fiscales, que residirá en la Capital, y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en el territorio de la Confederación”.


Evidentemente lo que hizo nuestro constituyente original fue tomar en cuenta la integración numérica de la Corte norteamericana, que en ese momento era de nueve miembros, pero, seguramente para evitar las numerosas idas y vueltas que mostraba la experiencia estadounidense, siguió el propio precedente nacional de la Constitución de 1826,[16] fijando el numero de nueve miembros, el que sólo podría ser variado, entonces, por una reforma constitucional. También es evidente que la experiencia de casi veinte años de funcionamiento del Tribunal del norte con nueve miembros, debe haberle resultado, a los constituyentes de 1853, satisfactoria.


El Gobierno de la Confederación llegó a designar a los nueve miembros de esa Corte inaugural, aunque ella nunca pudo ponerse en funcionamiento por razón de la continuativo de la guerra civil con la provincia de Buenos Aires. Terminada la guerra, fue condición de la paz y de la integración de Buenos Aires una reforma parcial de la Constitución de 1853. Entre tales reformas, se modificó también el citado artículo 91, para redactarlo, en un nuevo articulo 94 (traducción del estadounidense): “El Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia, y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en el territorio de la Nación”, y así llego invariable hasta nuestros días (actual artículo 108, luego de la reforma constitucional de 1994). La competencia del Congreso –en el normal proceso de formación y sanción de las leyes, donde el rol del Poder Ejecutivo es de gran importancia– de establecer el número de integrantes de la Corte Suprema de Justicia es una regla constitucional esencial al régimen de división de poderes en el sistema americano de controles y balances.


Así nuestra efectiva primera Corte fue la de cinco miembros, que pudieron ser totalmente designados por el “mitrismo”, aunque nunca se perdió la vocación de ampliar dicho número. Este derrotero se siguió también con las idas y vueltas que ocurrieron en el ordenamiento federal norteamericano, si bien, en nuestro caso, con un siglo de retraso, demora que puede justificarse por la diferente situación demográfica: recién en la década de 1990 del siglo pasado nos acercamos al mismo número poblacional que tenía Estados Unidos en 1869, cuando, allí, la Corte Suprema fue llevada definitivamente –por ahora– a nueve miembros.


En el ínterin, en 1960, durante la administración del presidente Frondizi, nuestra Corte fue llevada a siete miembros, para ser nuevamente reducida en 1966 a cinco por el usurpador militar de aquel momento. Restablecida definitivamente la democracia en 1983, el doctor Alfonsín envió un proyecto de ley al Congreso, que no llegó a ser sancionado, restableciendo el número de siete miembros.


Como sabemos, en 1990 mediante la ley 23.774, el Congreso elevó el número de integrantes de la Corte Suprema a nueve, para ser reducida nuevamente en 2006 a cinco miembros (ley 26.183).


¿Cual es el mejor número? Esta es una pregunta que no tiene respuesta segura, ya que el número debería encontrarse por encima de aquel que, por ser demasiado pequeño, otorgue extremo poder a un reducido grupo de personas –tres, también cinco–, y por debajo del que, por ser demasiado grande, dificulte el funcionamiento del Tribunal, obligando a su división en numerosas Salas, con el peligro –que puede ser morigerado con una adecuada organización– de la existencia de “varias” mini Cortes Supremas –mas de veinte miembros–. También incide el número de la población del país y su grado de desarrollo económico y social.


Pero lo cierto es que el número de cinco para una Suprema Corte, que encabeza una organización judicial compleja como es la nacional y federal argentina, con competencias semejantes a la de su similar estadounidense, es casi ridículo y peligrosamente pequeño.


A título de ejemplo: el Tribunal Constitucional de España tiene 12 miembros, el de Italia 15, el de Alemania 16, el Supremo Tribunal Federal de Brasil esta integrado desde 1969 –su número había llegado a 16– por 11 jueces. El de Uruguay, en cambio, tiene 5 miembros, para una población de aproximadamente 3.500.000 personas. De la misma manera, ya dentro de nuestro ordenamiento federal, la Ciudad de Buenos Aires, con una organización judicial de competencias reducidas y para una población de aproximadamente 3 millones de habitantes, cuenta con un Tribunal Superior de Justicia de 5 miembros y, siempre como ejemplo, el Superior Tribunal de la Provincia de Tucumán cuenta con 5 miembros para una población de 1.500.000 habitantes. Nuestra Corte fue reducida a 5 miembros en 2006, para una población de aproximadamente 45.000.000 de personas.



VIII. La Corte ampliada 1990-2006.

¿Corte adicta menemista?



La decisión de los poderes políticos en 1990 llevando el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia a nueve miembros fue constitucional. Como vimos se trata de una competencia del Poder Legislativo, a través de un proyecto de ley que puede ser impulsado por el Poder Ejecutivo y, sancionado por el Congreso cumpliendo con la regla de la bicameralidad, y luego promulgado por el presidente de la Nación, o tácitamente por el transcurso del tiempo, siempre conforme con la Constitución. El llevar tal número a nueve no parece irracional o inconveniente, conforme con los antecedentes que he mencionado anteriormente.


Hasta aquí estamos en el plano formal. Pero, en el plano real, ¿quiso Menem conformar una Corte “adicta”?


Es difícil conocer el “fuero íntimo”, pero si podemos analizar datos objetivos, teniendo presente estos “datos de oro”, y la concatenación de ellos, que es previo a cualquier otra consideración: la ampliación de la Corte ocurrió en 1990; hasta el final de su primer mandato (1995), el Presidente cumplió con el programa de gobierno para el que había sido votado y electoralmente confirmado en las elecciones legislativas ocurridas en el periodo; Menem fue reelecto presidente en 1995 con una mayoría cercana al 50% del electorado. Es decir, el pueblo estuvo de acuerdo con su política judicial.


Pero en lo que concretamente hace a la Corte, en la elección de convencionales para la reforma constitucional de 1994 no se planteó la reducción de ese Tribunal. Tampoco en las deliberaciones de la Convención, a pesar de que el tema del Poder Judicial fue expresamente tratado, lo que condujo a modificaciones importantes, como la creación del Consejo de la Magistratura, la limitación de la inamovilidad judicial a la edad de 75 años, la imposición de una severa mayoría especial para el acuerdo senatorial de los jueces de la Corte Suprema. Sin embargo, ninguna bancada, ni ningún convencional planteó la reducción del número de integrantes del Tribunal, ni la modificaci6n de la autorización constitucional al Congreso para fijar su número.


Tampoco el número de jueces de la Corte fue motivo de debate electoral en la campaña presidencial de 1995. Es cierto que el radicalismo, ya antes de la reforma cuestionaba, no el número, sino la integración “personal” del Tribunal. Buscaba simplemente poder proponer a un miembro –cosa que en la práctica hizo, sumándolo a los en su momento designados por el presidente Alfonsín– confirmando así la regla de la naturaleza política de la elección de cada miembro del Tribunal. ¿Puede esto último causar rechazo en algunos? Sin duda que si, y con argumentos valiosos, pero, permítaseme insistir, este es nuestro sistema constitucional, que nadie, en el punto, ha pretendido modificar.


En realidad, con la modificación del número de integrantes de la Corte, llevándola de cinco a nueve, la nueva administración solo hubiese logrado, en todo caso, designar a cuatro jueces sobre nueve, con lo que se hubiese mantenido la eventual mayoría de los cinco designados por la administración anterior, sin perjuicio de las variaciones en casos concretos –de hecho, como vamos a ver, la mayoría de los fallos mas importantes de la Corte de nueve fueron acompañados por jueces “antiguos”–. Esta situación se alteró debido a la renuncia, por decisión personal, primero del doctor Caballero y luego del doctor Baqué, lo que permitió a Menem designar a seis de los miembros de un Tribunal de nueve.


¿Debía Menem designar a jueces que, por ejemplo, fuesen contrarios a la política de reforma del Estado, o jueces de tendencia socialdemócrata o “progresista”, “liberal”, en materia de valores (aborto, etcétera a)? Podría haberlo hecho, pero no sólo no estaba obligado a ello, sino que así hubiese traicionado a su electorado, que siguió siéndole fiel hasta las últimas elecciones legislativas anteriores a la finalización del mandato en 1999. Recordemos, además, que durante casi el 40% de tal mandato, Menem coexistió con una Corte donde cuatro de los nueve jueces fueron propuestos por el radicalismo, mientras que, en el otro, y anterior, 60%, una tercera parte del Tribunal tuvo tal origen, lo que parece una relación razonable ¿Por cuál razón debería haber sido al revés, cuando las elecciones las ganaba Menem y no la oposición?


Algunos de los jueces designados por Menem eran de origen peronista (Levene, Cavagna Martínez, Moliné O'Connor, mi caso, luego López, Vázquez), muchos con gran experiencia judicial en tribunales constitucionales (Levene, Oyhanarte, Cavagna, Nazareno, los dos primeros en la misma Corte Suprema, de donde fueron removidos por golpes militares) o de impecables antecedentes como juristas (me refiero a antecedentes doctrinarios o académicos, como Levene, Oyhanarte, Boggiano),[17] de experiencia judicial (como jueces de Cámara, así Vázquez, Boggiano, López). Ninguno de ellos fue acusado jamás de algún delito, ni siquiera en el “juicio político” iniciado o seguido contra alguno de ellos. Por supuesto que las mismas menciones de “aprobación” –en realidad, no soy quien para aprobar o desaprobar a nadie– les corresponden a los jueces que habían sido designados en su momento por el presidente Alfonsín y por el único designado por Menem a propuesta del radicalismo (el doctor Gustavo Bossert, jurista y de carrera judicial).


“Corte adicta”, “mayoría automática”, son nombres publicitarios impactantes –por honor a la seriedad utilizaré la expresión “Corte amplia”, por su número– muy Bien utilizados por la oposición al gobierno de Menem y por un sector de la prensa también opositor y, especialmente, “progresista”,

cuya libertad fue siempre respetada por el Gobierno y por la Corte de nueve miembros, siguiendo la tradición jurisprudencial del Tribunal y sin distinción de miembros antiguos y nuevos.


Si hay algo que el progresismo vernáculo no perdona al menemismo es que un presidente electo y reelecto, respetuoso de las reglas democráticas, del Estado de derecho y de la libertad de prensa, desde el peronismo, y con gran apoyo sindical, haya demostrado que la economía de mercado puede ser exitosa, con justicia social y distributiva, y –especialmente esto enfurece a nuestros “liberals”– defensor de los tradicionales valores familiares y de los derechos humanos, comenzando con el derecho a la vida de todo ser humano. La fuerte influencia del progresismo en la prensa es un hecho notorio, como lo es su enemistad con el peronismo en general y el menemismo en particular. La Corte fue también muy golpeada por esta marea mediática, por las mismas razones políticas, pero también por su postura en los casos en que estaban en juego lo que aquí llamo “valores”: aquí si hubo una “mayoría automática” no en favor del gobierno menemista, sino en favor de las concepciones tradicionales. En definitiva, se trata de batallas que forman parte de la “guerra cultural” de la que hablaba ese gran juez de la CSUSA, Antonin Scalia.


A los efectos de investigar si tal adicción automática existió, muchos autores recurren a las estadísticas, especialmente considerando los resultados de los casos constitucional y políticamente importantes, para determinar el número de declaraciones de inconstitucionalidad frente a su contrario (adicción o no adicción, o, con mayor corrección de lenguaje, “adicta” o, su antónimo, “enemiga”), a la vez de verificar la composición de mayorías y minorías (“automática” u “ocasional”, “esporádica”).[18]


Aun cuando las estadísticas acerca de la “Corte amplia” muestran, en general, resultados coincidentes con el desempeño de otros tribunales superiores, siempre en materia de control de constitucionalidad en casos de importancia político-social, entiendo que este tipo de medición carece, en lo que hace a la valoración de un tribunal judicial, de mayor importancia. En realidad, salvo casos extremos, las leyes, decretos y otros actos gubernamentales son conformes a la Constitución, al menos entendida esta con la amplitud exigida por el principio del self restraint. También en general puede estimarse que, en los tribunales constitucionales, la relación entre sentencias favorables a la constitucionalidad y sus contrarias oscila entre 70-80% para las primeras y 30-20% para las últimas, lo que coincide con el desempeño de la “Corte amplia”. También son comunes, en los tribunales constitucionales, escapadas “activistas”, las que son habitualmente contrarias a las políticas de los poderes Ejecutivo y Legislativo del momento, aunque algunas de ellas tienden a fortificarlas o justificarlas, como ocurrió en nuestro medio, por ejemplo, con el divorcio vincular y el aborto (caso “Sejean” y “F. A. L.”, respectivamente).


Puede distinguirse así un activismo judicial “negativo” como un activismo judicial “positivo”. El primero declara la inconstitucionalidad para no dejar hacer a los poderes políticos –veremos que ello es lo que, por ejemplo, se pretendía ocurriese en el caso “Dromi”– mientras que el segundo lo hace para obligarlos a hacer (insisto en colocar aquí a los casos “Sejean” y “F. A. L.”), pero ambos son de “impulso” o “condicionamiento” de políticas que deberían ser decididas libremente por los poderes políticos representativos. Precisamente el segundo es, muchas veces, querido por presidentes o legisladores decididamente favorables a esas políticas, pero sin la suficiente fuerza para decidirlas, para lo que necesitan del poder de la Corte (también, en ocasiones y en secreto, actuando de acuerdo con ella). No siempre el resultado es matemático: en nuestro caso, el debate legislativo sobre el aborto no hubiese sido posible de no mediar la doctrina “F. A. L.”, aunque luego el Congreso rechazó –por ahora– el casi exitoso embate abortista.


Tampoco se es leal con la realidad cuando se habla de “mayoría automática”, aunque tampoco esta sería un indicio absoluto de “adicción”: podría existir una “minoría automática” –por ejemplo, una minoría con vocación “activista” dispuesta a complicar la acción del gobierno electo– la que generaría una “mayoría automática”, y a la inversa. ¿Cuál será la primera, la culpable? Difícil saberlo.


Lo cierto es que, en la realidad, los principales casos de interés a los efectos de este estudio tuvieron una composición mixta de jueces “antiguos” y “nuevos”, con excepción, como ya lo he mencionado, de casos en materia de valores, lo que es común en Tribunales de la naturaleza y jurisdicción de la Corte Suprema.



IX. Los casos



El comportamiento de un tribunal de justicia debe realizarse, principalmente, desde el análisis de los casos por aquel resueltos.[19] Nos limitaremos a los casos constitucionales de interés político-social, siempre dentro del marco de los límites de intervención del Tribunal que ejerza el control de constitucionalidad, según los parámetros que hemos enumerado en supra IV.


1. “Peralta, Luis c/ Estado nacional”,

Fallos: 313:1529 (27/12/1990)


Se impugnó la constitucionalidad del conocido como Plan Bonex, con el que el Gobierno, mediante el decreto 36/90, tomó medidas destinadas a enfrentar la emergencia del proceso hiperinflacionario desatado a inicios de 1989. El fallo reitere la clásica doctrina de la constitucionalidad de las medidas razonables y proporcionadas para salvar las crisis extraordinarias, a la vez que sentó jurisprudencia en favor de la viabilidad de la acción de amparo para planteos de constitucionalidad, lo que fue expresamente receptado por el constituyente de 1994. También, siguiendo la jurisprudencia tradicional de la Corte, aceptó la constitucionalidad, en determinadas condiciones, de los decretos de necesidad y urgencia, doctrina también receptada en la reforma constitucional de 1994. El fallo fue casi unánime –no votó el juez Petracchi, antiguo–, con disidencia de fundamentos de Belluscio (antiguo) y Oyhanarte (nuevo).[20] Integró la mayoría el doctor Fayt (antiguo).


2. "Dromi, José Roberto s/avocación en autos “Fontela, Moises c/ Estado nacional”, Fallos: 313:863 (6/9/1990).[21] El per saltum y la “legitimación para accionar”.


En el caso, el señor Fontela, invocando su calidad de ciudadano y de diputado de la Nación, impugnó el proceso de privatización de la empresa Aerolíneas Argentinas por considerarlo violatorio de lo dispuesto en la ley 23.696. El juez interviniente había admitido la legitimación de Fontela sobre la base de la viabilidad de las “acciones públicas o populares”, que, en realidad, no se encontraban ni se encuentran previstas en nuestro ordenamiento.


A partir del considerando 12) del fallo, la Corte encara la cuestión de la “legitimación para accionar” –en síntesis, uno de los requisitos esenciales para que se configure un caso o controversia, según vimos en supra IV–.[22] Dijo entonces la Corte que “la condición de ciudadano que esgrime el actor [...] no es apta –en el orden federal– para autorizar la intervención de los jueces a fin de ejercer su jurisdicción. Ello por cuanto dicho carácter es de una generalidad tal que no permite, en el caso, tener por configurado el interés concreto, inmediato y sustancial que lleve a considerar a la presente como una 'causa, 'caso' o 'controversia, único supuesto en que la mentada función puede ser ejercida. Eso es lo que resulta de una pacifica jurisprudencia del Tribunal elaborada en situaciones sustancialmente análogas”. Y así cita los casos de Fallos: 306:1125 (1984) donde se denegó al actor la legitimación para impugnar judicialmente el decreto de convocatoria a una consulta popular relativa al acuerdo con Chile sobre la disputa limítrofe del Canal de Beagle; Fallos: 307:2384 (1985), también rechazando, por igual motivo, la impugnación del Tratado de Paz y Amistad con Chile, donde el actor había fundado su legitimación en el derecho a defender las instituciones y la integridad de la Nación; Fallos: 311:2580 (1988) en el que se planteó la inconstitucionalidad de la ley aprobatoria de aquel tratado internacional, con una pretendida legitimación sustentada en el derecho de todo ciudadano de defender y conservar la soberanía nacional. Y aclara la Corte en “Dromi”: "La delimitación del ámbito propio de la justicia nacional que surge de los citados fallos, fue la ratificaci6n de una línea de doctrina que comenzó a elaborarse desde los inicios mismos del funcionamiento de este Tribunal”. Luego (cons. 13) se señala: “Que, de igual modo no confiere legitimación al señor Fontela, su invocada 'representación del pueblo' con base en la calidad de diputado nacional que reviste. Esto es así, pues el ejercicio de la mencionada representación encuentra su quicio constitucional en el ámbito del Poder Legislativo, para cuya integración en una de sus Cámaras fue electo, y en el terreno de las atribuciones dadas a ese Poder y a sus componentes por la Constitución Nacional y los reglamentos del Congreso”. Tampoco la mencionada calidad parlamentaria lo legitima para actuar en “resguardo de la división de poderes... (aún cuando se pudiese admitir una acción del Congreso en tal sentido, pues) es indudable que el demandante no lo representa en juicio”.


¿El fallo fue acusado de “adicto” por la prensa (¿“enemiga”, “opositora”?), especialmente por haber admitido el recurso directo ante la Corte contra una sentencia dictada por el juez de primera instancia, sin pasar por la Cámara de Apelaciones. Como en los Estados Unidos, donde la vía del per saltum había sido admitida por la Corte para luego ser regulado por ley, en nuestro país primero la Corte lo admitió jurisprudencialmente hasta que, luego de algunas vacilaciones, el Congreso confirmó totalmente el criterio del Tribunal en “Dromi”, a través de la ley 26.790.[23]


La demanda en “Fontela” tenía el claro propósito de obstaculizar el recién iniciado proceso de privatizaciones, querido por el Congreso y por el Ejecutivo, y –no es sólo mi opinión– indispensable en aquel momento de crisis, amen de necesario para reformar un “Estado empresario” altamente deficitario, ineficiente e ineficaz. La respuesta de la Corte fue tan enérgica como oportuna, generando confianza en los inversores, no sólo para el caso, sino para las privatizaciones que continuaron hasta casi el final de la década. De hecho, después de “Dromi” no hubo mayores impugnaciones judiciales, excepto en caso de la concesión de la gestión del Sistema Nacional de Aeropuertos, en 1997 –la última gran privatización–, donde, como veremos, otro grupo de diputados intentó repetir la aventura de Fontela: lograr en un Poder Judicial, que querían partisano y activista, lo que eran incapaces de obtener en el Congreso, simplemente porque también eran incapaces de lograr el apoyo popular. Notemos que la opción por la estatización o privatización de una empresa no encierra ninguna cuestión constitucional, siempre que intervenga el Congreso y se cumpla con el procedimiento debido. Es un tema que el constituyente ha dejado al criterio de los poderes políticos representativos y electivos (así lo señaló con razón, la Corte en el considerando 14 del fallo Dromi).


Corresponde destacar que tampoco aquí, a pesar de la trascendencia política de la cuestión, se manifestó una mayoría automática: la vía del per saltum fue expresamente admitida por cuatro jueces, entre ellos Petracchi (antiguo) mientras que otros dos nuevos, si bien coincidiendo en el resolutorio, lo hicieron con fundamentos procesales distintos. Sólo votó en disidencia Fayt, mientras que Belluscio (antiguo) y Oyhanarte (nuevo) no participaron en la votación.


La cuestión se repitió años después en “Jorge Rodríguez (jefe de Gabinete de Ministros de la Nación)” Fallos: 320:2851 (1997), ya con posterioridad a la reforma constitucional. Aquí la intervención del Poder Judicial fue nuevamente reclamada por un grupo de legisladores que plantearon la inconstitucionalidad de un “decreto de necesidad y urgencia” por el cual el Poder Ejecutivo ratificó el procedimiento de concesión –de “privatización” en los términos de la ley 23.696– de un conjunto de aeropuertos pertenecientes al Sistema Nacional de Aeropuertos. Los actores plantearon, sustancialmente, que la norma dictada por el presidente de la Nación, al quitar la cuestión del ámbito del debate legislativo, les afectaba en su derecho constitucional de legislar sobre el tema. Es necesario recordar, en este punto, que los “decretos de necesidad y urgencia”, lejos de substraer una cuestión del ámbito legislativo, impulsa su debate en el mismo, ya que el Congreso se encuentra obligado, especialmente si tiene la voluntad de impedir que la norma continúe vigente, a tratar la aprobación o rechazo del mencionado decreto y a expedirse expresamente sobre el particular. Así, en el supuesto de morosidad legislativa, como en el caso concreto, la sanción del “decreto de necesidad y urgencia” obliga al Congreso a debatir la cuestión de fondo, ya sea para aprobar lo actuado por el Poder Ejecutivo, o para modificarlo o derogarlo. De lo contrario, de continuar el silencio del Congreso, la norma de excepción mantiene su vigencia con rango de ley. Esta aclaración es importante ya que, nuevamente, los legisladores tenían en el Congreso el espacio apropiado para discutir la cuestión que, según ellos, los agraviaba. Allí podrían haber obtenido la mayoría necesaria para dejar sin efecto la vigencia del “decreto de necesidad y urgencia” y resolver el problema de privatización aeroportuaria, siempre según la voluntad de la mayoría de ambas Cámaras. Claro que, como no contaban con aquella mayoría, persiguieron en los tribunales de justicia aquello que, de acuerdo con la Constitución, debían obtener en el Congreso según el procedimiento democrático para la toma de decisión del Poder Legislativo. En “Rodríguez”, la vía directa utilizada para llegar a la Corte fue admitida por una mayoría de jueces “nuevos” –aunque no por per saltum, sino como resolución de un “conflicto de poderes” o cuestión de competencia, entre el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo– y rechazada –en razón de la vía procesal elegida– por los jueces “antiguos” y el “nuevo” –aunque propuesto por el radicalismo– Bossert.


3. Los decretos de necesidad y urgencia (DNU)


Este mecanismo, utilizado desde el inicio de nuestra organización constitucional y también muy empleado en los Estados Unidos,[24] fue siempre una salida para afrontar, por parte del Poder Ejecutivo, situaciones de urgencia política o de emergencia circunstancial, de no encontrar pronta respuesta por el Congreso.


La Corte Suprema argentina que tradicionalmente había admitido esta medida excepcional, comenzó a tratar con severidad a los DNU aún antes de la reforma constitucional, muchos de ellos en materia tributaria.


Así, cabe mencionar, entre otras, las causas:


* “Eves s/ apelación IVA”, Fallos: 316:2329 (14/10/1993), donde por la inaplicabilidad del tributo votaron cuatro jueces nuevos y uno antiguo, mientras que uno nuevo (el suscripto) asenté la única disidencia, y no participaron un juez nuevo y dos antiguos.


* “Video Club Dreams c/ Instituto Nacional Cinematografía”, Fallos: 318:1154 (6/6/1995), también declaratorio de la inconstitucionalidad de los DNU cuestionados en la causa; la decisión fue unánime, con la disidencia parcial de un juez nuevo, el voto concurrente conjunto de uno nuevo y otro antiguo y votos concurrentes individuales de dos nuevos y dos antiguos.


* “La Bellaca c/ Estado nacional”, Fallos 319:3400 (27/12/1996), idéntico resultado, con la participación de dos jueces antiguos en la mayoría (integrada por la totalidad de los nuevos) y dos abstenciones.


* “Levy, Horacio c/ Estado nacional”, Fallos: 320:1496 (15/7/1997), donde se cuestionó la constitucionalidad del DNU derogatorio del “fondo de estímulo” que percibían empleados de la Superintendencia de Seguros de la Nación; la CSJN confirme la validez del decreto por una mayoría compuesta de cuatro jueces nuevos y uno antiguo, con disidencia de un juez nuevo y otro antiguo, dos jueces antiguos –mantengo esta calificación para el doctor Bossert, aunque es cronológicamente errada– no votaron.


* “Spak de Kupchik c/ Banco Central”, Fallos: 321:366 (17/3/1998), aquí una Corte unánime, con la abstención de dos jueces antiguos y uno nuevo, declaró la inconstitucionalidad de un DNU en materia tributaria.


* “Verrocchi, Ezio c/ Poder Ejecutivo”, Fallos: 322:1726 (19/8/1999), quizás el de mas severo trato a los DNU, en este caso en materia de asignaciones familiares, tuvo el voto de los cuatro jueces nuevos, que hicieron mayoría con uno antiguo, plantearon disidencia tres antiguos, mientras que otro antiguo se abstuvo.


Cabe insistir en que se trata de una mera enumeración de algunos fallos; hay muchos más, incluso, por supuesto, en los que se dio una mayoría de nuevos y una minoría de antiguos, lo que es lógico, ya que se trata de decisiones tomadas caso por caso, según sus antecedentes de hecho, de la norma cuestionada, etcétera, circunstancias que justifican la “migración” o “intercambio” entre integrantes antiguos y nuevos. También señalo que, si bien hay muchos, y muy importantes, casos donde “antiguos” y “nuevos” se confunden

en diferentes combinaciones, posteriores a “Verrocchi” y hasta 2006, termino la enumeración en aquel caso por entender que, a estos efectos, interesa el comportamiento de la CSJN solo durante los gobiernos del presidente Menem.


4. Los tratados internacionales


Un fallo señero en la materia es “Ekmekdjian, Miguel A. c/ Sofovich, Gerardo”, Fallos: 315:1492 (7/7/1992), donde la Corte definió distintas cuestiones de interés, como la jerarquía privilegiada de los tratados internacionales, su aplicación directa, la acción de amparo en protección de derechos de incidencia colectiva –aún sin identificarlo como tal–, la garantía de la libertad religiosa frente a la burla pública de las creencias sustanciales de cada confesión, el derecho de réplica, rectificación o respuesta como garantía de la dignidad personal y de la amplitud de la libertad de prensa.[25] “Ekmekdjian” fue un fallo dividido, donde la mayoría se integró por Cavagna Martínez, Barra, Fayt, Nazareno y Boggiano, mientras asentaron una disidencia conjunta Petracchi y Moliné O'Connor, y sendas disidencias individuales los jueces Levene y Belluscio. ¿Mayoría automática?


5. Las cuestiones de “lesa humanidad”


Nuestra Corte Suprema, desde la vuelta a la democracia, tuvo que expedirse en numerosas oportunidades en causas donde se debatían cuestiones vinculadas con delitos que podemos denominar, de manera genérica y harto imprecisa, de “lesa humanidad”.


La Corte “amplia” tuvo su primera intervención en el caso “Riveros, Omar Santiago s/ privación ilegal de la libertad...”, Fallos: 313:1392 (11/12/1990), donde los particulares damnificados por los hechos investigados impugnaron la constitucionalidad del indulto concedido por el presidente Menem (con sustento en el articulo 99.5, Constitución Nacional) a quienes habían sido acusados por delitos cometidos durante nuestros desgraciados “años de plomo”. Recordemos que el beneficio del indulto, otorgado por decreto 1.002/89, había alcanzado a los presuntos autores de tales crímenes por ambos bandos, esto es –para decirlo también de manera genérica e imprecisa– a militares y fuerzas de seguridad, por un lado, y civiles miembros de las “guerrillas” tanto urbanas como rurales, por el otro. Recordemos también que el indulto continuaba la política seguida por el anterior presidente Alfonsín y el Congreso (leyes de Punto Final y Obediencia Debida). La Corte, por mayoría de cuatro “nuevos” y un “antiguo”, negó legitimación para plantear el recurso a los particulares damnificados, con lo cual confirmó la decisión de la Cámara de Apelaciones sosteniendo la validez del indulto. Cabe señalar que los jueces Petracchi y Oyhanarte, por voto concurrente, admitieron la procedencia de la apelación, pero para confirmar expresamente la constitucionalidad del indulto, al que calificaron como “un privilegiado atributo gubernamental de alta jerarquía política” (considerando 7), además de hacer propia la doctrina de vieja jurisprudencia de la Corte (Fallos: 165:199) en el sentido que el indulto “se aplica a cualquier crimen”. En el considerando 8, siempre del voto concurrente, se consideró como propia de la división de poderes el principio, sostenido por la Cámara de Apelaciones, según el cual “la oportunidad, conveniencia y alcance de la medida (de indulto) son ajenos a la revisión judicial”. También admitió el voto concurrente la prerrogativa presidencial de declarar el indulto “antes, durante o después del proceso seguido para el castigo” (considerando 11). El voto de los jueces Petracchi y Oyhanarte en “Riveros” es una pieza doctrinaria de excelencia en defensa del indulto otorgado por el presidente Menem.[26]


Otro caso muy importante que muestra una Corte, en su composición, ni siquiera embanderada en “derechas” e “izquierdas”, es el de la extradición del criminal nazi Priebke, solicitada por Italia y denegada por la Cámara de Apelación por razón de prescripción. En autos “Priebke, Erich s/ solicitud de extradición”, Fallos: 318:2148 (2/11/1995), la Corte otorgó la extradición declarando el delito imprescriptible con base en el “derecho de gentes”. Aquí la mayoría se integró con los jueces Fayt, Boggiano y López, con sustanciosos votos concurrentes de Nazareno y Moliné O'Connor, en conjunto, y la concurrencia individual de Bossert. Rechazaron la extradición Belluscio, Petracchi y Levene, fundados en la irretroactividad de la ley penal.


6. Libertad de expresión


En esta trascendente materia la “Corte amplia” no se apartó de las líneas generales de la jurisprudencia histórica de nuestra Corte Suprema, afirmando la libertad de expresión en general y de prensa en particular como un derecho/garantía esencial para la supervivencia de la democracia y el “Estado de derecho”. También aquí, los fallos dictados en el período que nos interesa mostraron una composición muy lejana de una “mayoria automática”, en cualquier sentido, mientras que desarrolló una jurisprudencia muy rica y trascendente en materia de libertad de expresión, una verdadera “libertad preferida”, como acertadamente la califica Santiago.[27]



X. Conclusión



Es claro que no ha existido una “Corte adicta”, o una “mayoría automática”, aunque podría haber existido –durante la década de 1990– una mayoría y una minoría desde la perspectiva de tendencia general, tanto en materia política como de valores sustanciales, aunque incluso dentro de estas tendencias podemos encontrar diversas variantes y combinaciones.


Pero la distancien entre “azules” y “violetas” es inevitable en todos los tribunales colegiados, en especial en nuestro caso, donde hace décadas no se ha producido una renovación normal, paulatina, de la integración del Tribunal, aunque esto tampoco sea garantía de mezclas y combinaciones: en los Estados Unidos la renovación paulatina nunca se interrumpió, y sin embargo es fácilmente identificable en la Corte federal un sector “conservador” de otro “progresista”, siempre como tendencia general, con variaciones según los casos.


La calificación de “adicta” o de “automática” sería válida siempre que ocurriese en la gran mayoría de los casos políticamente trascendentes –calificación esta última que también depende de los ojos del interprete y/o de las circunstancias: quizá “Riveros”, frente a la situación militar del momento, era mas trascendente que “Cocchia”–. Ya hemos visto que tal automaticidad no ha existido.


La calificación de “adicta”, “automática”, fue y es parte del “relato” anti menemista según el cual Menem habría gobernado violando la Constitución –¿contra quien, en que casos? – amparado por una Corte Suprema ciega y prevaricadora. ¿Es esto cierto? Un análisis objetivo del comportamiento del Tribunal, y de la “performance constitucional” del Gobierno menemista, lo desmiente.


Este análisis deja de lado la cuestión de las causas penales en materia de corrupción, que no llegaron a la Corte sino mucho después de diciembre de 1999 y que, en general, han sido resueltas en favor del respeto de la presencien de inocencia por una Corte integrada ya sin “adictos”, y con composición reducida primero a siete y luego a cinco miembros.


Excepcionalmente, a la vieja Corte de nueve miembros le tocó intervenir, nada menos que en la causa “Stancato”, donde el ex presidente Menem había sido imputado y procesado por “asociacien ilícita” en el caso de venta de armas a Ecuador y Croacia, y por tanto sometido a prisión preventiva de efectivo cumplimiento. En este caso la Corte desestimó aquella calificación (“asociación ilícita”) haciendo cesar la prisión, en sentencia firmada por Belluscio –se afirma que fue el autor del duro texto con referencia a las sentencias de grado–, Nazareno, Moliné O'Connor, López y Vázquez; Boggiano con fundamentos propios, y con la disidencia, por razones formales, de Petracchi y Bossert; Fayt se abstuvo.




NOTAS


[1]. Sobre el análisis jurídico de la ley 23.696, de Reforma del Estado, véase Rodolfo Carlos Barra, Tratado de derecho administrativo, Buenos Aires, Abaco, 2006, t. III, cap. XXIX.

[2]. Ampliar en el profundizado estudio de Alberto B. Bianchi, La separaci6n de poderes. Un estudio desde el derecho comparado, Buenos Aires, Cathedra Jurídica, 2019.

[3]. Se trata del famoso caso "Marbury vs. Madison", 5 U.S. 137 (1803).

[4]. Claro que las circunstancias económicas en las que fueron dictados ambos fallos eran absolutamente distintas, to que seguramente dio ocasión o marco a los pronunciamientos de la CSJN, obviamente con composiciones totalmente distintas. Sobre el tema véase el excelente articulo de Estela Sacristán y Juan Cianciardo, "El caso Avico' y sus ecos, ochenta altos después", La Ley 2014-C, con profusión de citas doctrinarias y de jurisprudencia.

[5]. En nuestro caso esta sucesión de cambios tan rápidos se explica también por la falta de lo que en el texto denomino "integración variable, pausada y compensada" del Tribunal, que es lo propio del sistema norteamericano. Aquí los cambios en la integración del Tribunal la hemos hecho con "furia anti sistémica".

[6]. Mientras estoy revisando este trabajo, el 7 de abril de 2020 me llega una noticia del New York Times que ejemplifica y apoya muy bien lo sostenido en el texto. En el estado de Wisconsin, el gobernador, demócrata, intentó posponer las elecciones primarias de ese partido, con motivo de la pandemia de coronavirus. Esta medida fue rechazada por la legislatura estatal, y ratificada por la Corte también del Estado. En paralelo llega a la Corte Suprema federal una medida precautoria para suspender la prolongación de la fecha limite para emitir votos aun después del día del comicio (deadline for absentee voting). Permítaseme transcribir –con traducción propia– el texto de la nota periodística: "La corte se dividió en razón de líneas ideológicas, con los cinco jueces (justices) conservadores votando contra sus cuatro colegas liberales". Claro que al periodista del NYT –que es de conocida orientación liberal– ni se le pasó por la cabeza decir que los cuatro jueces "liberals" votaron contra sus cinco colegas conservadores. "Corte adicta", "Corte enemiga", todo es según del color del cristal con que se mire.

[7]. Ya el juez Marshall había advertido en 1819 (en el caso "McCulloch vs. Maryland", 7 U.S. 316) que la Constitución, "enderezada a perdurar por generaciones futuras'; no podía ser interpretada como un lazo estrecho que impidiese al Congreso aplicar sus principios de acuerdo con las exigencias de los tiempos. El problema es que la última y definitiva decisión acerca de si se trata de una interpretación aplicativa de tales principios o su contradicci6n queda confiado a un grupo reducido de jueces y no a los representantes del pueblo elector y soberano, que es la cuestión presente tanto en Francia como en el Reino Unido, como ya hemos visto.

[8]. En la Argentina el Congreso sancionó poco después la ley de divorcio, sin duda presionado por la decisión judicial. En los Estados Unidos, la cuestión del aborto es de competencia de cada Estado, pero de 1953 a la fecha en muchos de ellos se han sancionado leyes restrictivas al aborto, que fueron declaradas total o parcialmente inconstitucionales por la Corte federal.

[9]. Esta última es una herramienta muy riesgosa para con la independencia del Poder Judicial. Un abuso del "juicio de responsabilidad" puede encontrarse, en nuestra siempre inmadura practica institucional, en el seguido contra los jueces Moliné O'Connor y Boggiano (en realidad contra casi todos los jueces designados durante la administración de Carlos Menem, aunque salvo estos dos, los restantes se agotaron por renuncia de los interesados).

[10]. Normalmente, el Senado respeta la elección presidencial, aunque hay precedentes de rechazos y también de intensas batallas, fundadas especialmente por razones ideológicas, en los Estados Unidos, de "republicanos" vs. "demócratas", esto es, de "conservadores" vs. "progresistas".

[11]. Recordemos ahora, aunque volveré sobre el tema, que, en los Estados Unidos, la Corte Suprema tiene, desde 1869, es decir, hace mas de 150 años, nueve miembros y que los jueces son vitalicios en sentido propio, es decir, no deben jubilarse a los 75 años. Precisamente, el marco del fallo fue una situación de conflicto político, donde se exhibió, con crudeza, la influencia también política sobre la judicatura, y, a la vez, la influencia que la judicatura se encuentra en condiciones de ejercer sobre la política.

[12]. En los Estados Unidos, el presidente de la Corte (Chief Justice) es designado por el Ejecutivo con acuerdo del Senado cuando se produce esa vacante, por cese del anterior Chief Justice. Es decir, el presidente de la Naci6n designa a quien ocupara, de manera vitalicia, la presidencia del Tribunal. En nuestro país, la presidencia de la Corte es temporal y designada por los integrantes de entre sus miembros.

[13]. No ha sido así nuestra práctica, desgraciadamente.

[14]. Claro que este camino tiene dos limitaciones: la razonabilidad del número y las posibilidades presupuestarias.

[15]. Como paradoja digna de destacar, nótese que aquella Corte "conservadora" también aplicó, en el punto, el principio "contramayoritario", que es de especial gusto de juristas "liberals" o "progresistas", siempre dispuestos a imponer la voluntad de la minoría sobre la mayoría, en aquel caso la voluntad de una minoría defensora de privilegios y desigualdades sobre la voluntad de una mayoría abierta a la justicia social. También notemos que el New Deal fue una respuesta pragmática a las circunstancias del momento. Las políticas seguidas por la administración de Carlos Menem entre 1989 y 1999 también fueron respuestas pragmáticas a las necesidades del momento en la Argentina. Se trata siempre, reitero, de la aplicación del principio de subsidiariedad, de tanta raigambre en la Doctrina Social de la Iglesia y que nada tiene de "neoliberal"; el "Nuevo Acuerdo" puede ser intervencionista o no intervencionista, puede incentivar la actividad empresaria estatal o lo contrario, conforme con las necesidades, pero siempre respetando la regla de la subsidiariedad y de la prudencia política.

[16]. El artículo 111 de la Constitución de 1826 establecía "Una Corte de Justicia compuesta de nueve jueces y dos Fiscales ejercerá el supremo Poder Judicial". Por su parte, la Constitución de 1819 daba creación a "Una Alta Corte de Justicia, compuesta de siete jueces y dos fiscales [que] ejercerá el Supremo Poder Judicial del Estado" (articulo XCII). En cambio, la Constitución de Cádiz de 1812, que también fue muy considerada en 1853, establecía un Supremo Tribunal de Justicia (articulo 259) cuyo número de integrantes quedaba para determinación por "las Cortes" (articulo 260), es decir, por el Poder Legislativo. [17]. En realidad, los de "jurista" y "doctrinario" son conceptos distintos. El primero es quien tiene sabiduría jurídica, lo que debe incluir, indispensablemente, el "ojo clínico' sobre el caso. El segundo se refiere a quien realiza trabajos de doctrina, como artículos, libros, conferencias, o enseña en la universidad. No necesariamente un doctrinario será un buen abogado o buen juez, y, por supuesto, para ser buen juez o buen abogado no se necesita ser doctrinario. A propósito de los libros, acabo de leer en La Nación (30/3/2020) un artículo del excelente periodista Claudio Escribano, quien cita a Oscar Wilde en La importancia de Llamarse Ernesto, cuyo texto transcribo parcialmente: "Oh si –dice Cecilia Cardew, joven aristócrata, dirigiéndose al pretendiente [...] El doctor Casulla es un hombre doctísimo. No ha escrito jamás un solo libro, así es que puede usted figurarse lo mucho que sabe".

[18]. Por ejemplo, Arturo Pellet Lastra, "Mito y realidad sobre la "mayoria automatica" de la Corte", El Derecho 203.1013; también el muy completo estudio de Helmke, Gretchen, "Checks and balances by other means: Strategic defection and Argentina's Supreme Court in the 1990s", Comparative Politics, 35.2 (enero de 2003), págs. 213-230. Según Pellet Lastra, durante la década de 1990, y considerando los casos políticamente relevantes identificados por el autor en número de 167, 105 fueron en favor de la posición del Gobierno, pero sólo en el 10% de estos 105 se conformó la mayoría denominada automática.

[19]. Puede también considerarse el tiempo de resolución de las causas, el gasto presupuestario del tribunal y otros parámetros que carecen de importancia a los efectos que aquí interesan. Por otra parte, no me detendré en el análisis doctrinario de las sentencias de la "Corte amplia", que cito en el texto, salvo en lo imprescindible. También aclaro que menciono sólo casos políticamente trascendentes.

[20]. Cabe aclarar que la mayoría puede formarse con "votos" (opiniones) totalmente coincidentes o con votos que coinciden en la decisión, pero no, total o parcialmente, con sus fundamentos: estos se denominan "votos concurrentes". Los votos que no coinciden con lo resuelto son "disidencias". Para que haya sentencia se debe lograr –por ejemplo, en una Corte de nueve– una mayoría de cinco decisorios coincidentes.

[21]. El fondo de la cuestión se tramitó en la causa caratulada "Fontela". "Dromi" hace referencia al entonces ministro de Obras Públicas que planteó la apelación per saltum ante la Corte.

[22]. Analicé esta importante cuestión en "La legitimacion para accionar. Una cuestión constitucional" en Temas de derecho público, Buenos Aires, RAP, 2008, tema 11.

[23]. Véase Estela Sacristán, De la jurisprudencia a la ley: Despertares del per saltum, EDCO, 2013, págs. 418-427.

[24]. Véase Barra, Derecho administrativo. Acto administrativo y reglamentos, Buenos Aires, Astrea-RaP, 2018, t. 2, cap. XVI. Especialmente con relación a la jurisprudencia de nuestra CSJN, véase Corte Suprema de Justicia de la Nación, Secretaría de Jurisprudencia, sj.csjn.gov.ar, decretos de necesidad y urgencia, agosto de 2010.

[25]. Los dos primeros aspectos fueron receptados expresamente por el constituyente de 1994. El denominado "derecho de réplica" es hoy una garantía constitucional, a través de la jerarquía constitucional otorgada a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, por el artículo 75.22 de la Constitución Nacional, según la reforma de 1994.

[26]. No corresponde a este trabajo analizar la jurisprudencia posterior de la CSJN relativa a la invalidación parcial –sólo con relación a un sector de los dos en combate– de los indultos. Baste señalar que el indulto presidencial no se encuentra prohibido en ninguna norma del sistema internacional sobre derechos humanos. Por esta razón, la Corte Suprema, para invalidar aquellos indultos, recurrió –dogmáticamente, sin prueba alguna– al supuesto apoyo del "derecho de gentes'; o derecho aceptado y aplicado por todos los pueblos sin distinción de nacionalidades o culturas. Sin embargo, la prerrogativa de la máxima autoridad pública de perdonar delitos es histórica, permanente y transcultural; incluso es sencillo advertir que es patrimonio de la cultura popular. En definitiva, hace dos mil años que casi un cuarto de la población mundial eleva diariamente su expresa plegaria: Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

[27]. Sobre el tema véase el completo estudio jurisprudencial de Alfonso Santiago, "La libertad de expresión como libertad preferida", Jurisprudencia Argentina, 13/11/2019. Tengamos también presente que el gobierno del presidente Carlos Menem, durante los diez años y medio de gestión, fue escrupulosamente respetuoso de la libertad de expresión, mas allá de cuestiones puntuales, inevitables en cualquier sociedad civilizada, cuestiones que, en definitiva, no hacen mas que demostrar la misma vigencia de la "libertad preferida". También Alberto Bianchi, "Las llamadas 'libertades preferidas' en el derecho constitucional norteamericano y su aplicación en la jurisprudencia de la Corte Suprema argentina", RAP 146-7/40, 1990.



(*) abogado, doctor en ciencias jurídicas egresado de la Universidad Católica Argentina y máster en derecho administrativo profundizado de la Universidad de Buenos Aires. Ex juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1990-1993), ex ministro de Justicia (1994-1996) y ex presidente de la Auditoría General de la Nación.


Capítulo del libro Los Noventa – La Argentina de Menem. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, abril de 2021, 670 páginas

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